Son
duras las mujeres gallegas. Las novias y esposas de los marinos. Las viudas de
los marinos. Muy duras. En general siempre he pensado (de hecho estoy
convencido de ello) que las mujeres, en ciertos aspectos de la vida, son mucho
más fuertes que los hombres. Ante el dolor, ante la enfermedad, ante la
soledad, ante la pérdida de un ser amado. Probablemente sea la maternidad, su
condición de ser o de haber sido madres lo que les confiere tal fortaleza. Y en
el caso de las mujeres gallegas esta fortaleza es aún mayor. La mar, al igual
que la sangre, fluye por sus venas desde hace siglos confiriendo a su espíritu
esa fortaleza a la que me refería, esa fortaleza forjada a base temporales y
galernas que dejaron en los pueblos de la Galicia costera incontables cosechas
de viudas de náufragos, de lacrimales secos, de dolor profundo por la pérdida
del ser amado.
En
mis años en la marina mercante aprendí a valorar y a admirar aquellas mujeres.
Las veía saltar desde los botes de servicio, que las traían a bordo cuando
estábamos fondeados, a la escala real
con olas de dos metros, cargadas con una bolsa de equipaje, con la misma
facilidad que un viejo contramaestre. Las veía charlar alegremente, cotorrear
en el comedor de subalternos con temporales de fuerza 8 mientras algunos
tripulantes, algunos marinos profesionales vomitaban en sus camarotes hasta la
primera papilla que tomaron. Creedme, el mareo en el mar es horrible. Tiene dos
fases muy bien definidas: la primera es aquella en la que crees que te vas a
morir y la segunda es aquella en la que te das cuenta de que, por desgracia, no te mueres. Bromas aparte, eso a las
gallegas les daba igual. Ellas no se mareaban.
Lo
que continuación os voy a relatar sucedió hace
15 años, en el verano de 1996, y hasta ahora, salvo alguna referencia
rápida en conversaciones entre amigos,
no lo había contado nunca con detalle. Su protagonista fue, cómo no, una mujer
gallega. Lo he guardado siempre para mí, lo he atesorado como uno de los
recuerdos más memorables en mi relación profesional con el mar. Es este un
cuento oscuro del mar porque habla del mar y la muerte, una de mis obsesiones.
Pero os juro que lo que vi aquella lejana mañana del primero de agosto de 1996
ha iluminado mi alma durante muchos años. Aún la ilumina. La víspera, el 31 de
julio, se hundió al sur de Nerja un buque mercante español al que llamaremos
Teide. No era ese su auténtico nombre pero prefiero narrarlo con cierto
anonimato. Navegaba de Melilla a Málaga cargado de camiones y con una
tripulación de 19 hombres, 20 personas si contamos a un polizón marroquí que se
había colado en uno de los camiones que transportaba el buque.
Sobre
las cinco de la mañana el Teide fue abordado (es decir, colisionó) por un
gigantesco portacontenedores de la EVERGREEN, seguro que alguna vez los habéis
visto por televisión. El gran buque de la EVERGREEN navegaba a toda máquina en
demanda del Estrecho de Gibraltar en medio de un banco de niebla. Por ello
contravenía la reglamentación internacional en materia de abordajes. Como
explicaba, en torno a las 5 de la mañana se produjo la colisión y el pobre
Teide se fue al fondo del mar prácticamente partido en dos. No voy a entrar en
muchos detalles pero fue un siniestro espantoso. Un muerto y siete heridos de
diversa consideración. Y una importante pérdida económica y de puestos de
trabajo. Repaso el grueso y prolijo informe técnico que en su día emití a
requerimiento de los aseguradores del buque español y en el punto 3.3.1 del mismo
se lee:
-
El tripulante desaparecido es don
Ceferino XXXX, marinero preferente de 37 años de edad, natural de Muros (La
Coruña) casado y padre de una hija. El señor XXXX se encontraba durmiendo en el
primer camarote de babor de la habilitación de subalternos, cubierta de
superestructura, justo en el punto en el que se produjo el impacto directo de
la proa del buque portacontenedores.
-
Ninguno de los tripulantes pudo ver
al marinero desaparecido durante las operaciones de abandono del buque y es
opinión generalizada de la tripulación que el mencionado señor resultó muerto
debido al impacto. Únicamente el camarero del buque don Antonio XXXX, que
dormía en el camarote adyacente al del desaparecido, declaró al perito que
suscribe en presencia del Capitán del buque que al conseguir liberarse de los
hierros que le aprisionaban en su camarote y salir por el portillo, tocó el
cuerpo del desaparecido que se encontraba aprisionado entre los hierros y
enseres del camarote.
Al
día siguiente del naufragio nos encontrábamos en las oficinas del armador (del
propietario) del buque varios representes de las distintas partes involucradas.
Empleados de los armadores. Los aseguradores y sus peritos, los peritos
nombrados por el mismo armador, el abogado de la compañía de seguros y el del
propio armador, alguien de Capitanía Marítima. En fin, una serie de personajes
trajeados bastante siniestros, con cara de póker y dispuestos a arrancarnos la
piel a tiras al menor descuido. Tened en cuenta que es mucho dinero el que está
en juego. Hay que indemnizar a los asegurados, a las víctimas y sobre todo
delimitar muy bien las responsabilidades para que las compañías aseguradoras
puedan recobrar del principal responsable del siniestro las cantidades
liquidados. Y eso, cuando de un abordaje se trata, no es labor fácil.
Estábamos
en dos o tres corrillos en el vestíbulo de la empresa aguardando a que
comenzara la primera reunión del día, comentando trivialidades, tal vez
rememorando la última hazaña de algún deportista español, banalizando para que
no se nos notara que estábamos a punto
de tirarnos al cuello de alguien por la enorme tensión que acumulábamos. Y de
repente caí en la cuenta de que en aquel vestíbulo había alguien más que de
inmediato captó mi atención. En una esquina, bien separada de nosotros había
una mujer joven. Debía de rondar los treinta años. Ahora con el paso del tiempo
únicamente recuerdo vagamente su figura. Un rostro blanco, con pronunciadas
ojeras oscuras. Un rostro triste. No recuerdo que fuera una mujer ni más fea ni
más guapa, ni alta ni baja, ni gruesa ni
delgada. Era únicamente una mujer en cuya cara se podía leer una profunda pena
aunque no lloraba ni la exteriorizaba de forma consciente. Y abrazada a sus
piernas una niña pequeña, tal vez de cinco o seis años de edad. Estaba, como
digo, abrazada a las piernas de su madre y con la carita vuelta hacia ese
montón de pájaros de mal agüero que éramos los que allí estábamos presentes.
Sonreí a la pequeña y le guiñé un ojo a lo que respondió escondiendo el rostro
entre los pliegues de la falda de su
madre. Me quedé mirándola y comprobé como separaba de nuevo la carita y me
miraba haciendo mohines y riéndose.
Por
la forma de vestir, por el cansancio que denotaba (nada agota más el cuerpo y
el alma que la incertidumbre sobre el paradero del algún ser querido
desaparecido en la mar) y por su aspecto supuse enseguida que era la esposa del
marinero desaparecido en el naufragio. Y
no me equivoqué. De haberse tratado de cualquier otra mujer, podría
pensarse que estaba fuera de lugar en
aquel vestíbulo y con aquellos personajes allí presentes. Pero no, ella no
estaba fuera de lugar allí. Por encima de la tristeza, del cansancio, de la
pena y mucho más allá de aquellas ropas humildes que vestía, había en aquella
mujer algo que ahora no podría definir pero que con toda seguridad a mí me
hacía sentir la superioridad moral de aquella persona sobre nosotros. Ignoraba
el porqué, pero lo cierto era que aquella persona prevalecía sobre todos
nosotros.
Un
ruido me sacó de mis pensamientos. Era la puerta del despacho del consejero
delegado de la empresa armadora a quien esperábamos desde hacía rato. Este
caballero hizo una salida un tanto teatral e ignorándonos de forma deliberada,
para que pudiéramos comprobar lo buena persona que era, se encaminó hacia el
rincón en el que se encontraba la esposa del náufrago al tiempo que le decía
con voz engolada:
-
No te preocupes (con ese tuteo obsceno
que algunos empresarios andaluces usan cuando se dirigen a sus subordinados y
que en esta ocasión era de todo menos apropiado. Una mujer sola en esas
circunstancias ha de ser tratada con la más absoluta cortesía y respeto). No te
preocupes, repitió, Salvamento Marítimo está buscando a tu marido y me han
dicho que el helicóptero Helimer….
-
¡Oiga! – le espetó aquella mujer con su
marcadísimo acento gallego sin dejarle terminar la frase – ¡Déjeme de
salvamento marítimo y haga el favor de
arreglarme los papeles. Mi marido ha muerto y yo tengo que criar a mi hija!
Y
mientras hablaba sus ojos bajaron hacia sus piernas a las que todavía se
abrazaba su pequeña. La pena desapareció de sus ojos. Yo nunca había visto
tanto amor, tanta ternura en una mirada como en la que aquella mujer, dura como
la madera de guayacán, dedicó a su niña.
El
armador se quedó sin poder articular palabra. Silencioso volvió a su despacho y dejó abierta la puerta para
que fuéramos entrando. A mí se me hizo un nudo en la garganta. Estaba casi
paralizado, fascinado con aquella mujer. ¡Qué admirable!. ¡Qué pequeños nos
sentimos todos en su presencia!. Me atrevo a decir que incluso sentí envidia
del tiempo que aquel pobre marinero tragado por el mar pasó en compañía de
aquella mujer excepcional.
¿Sabéis?.
Aquella fue una de las investigaciones más duras que he hecho en mi vida
profesional. Me explico. De los seis oficiales del Teide cuatro habían
estudiado la carrera conmigo, incluyendo al capitán. Y con dos de ellos me unía
una gran amistad. Y tuve que interrogarlos durante interminable sesiones, a uno
de ellos incluso en el Hospital Clínico de Málaga en el que se recuperaba de
sus heridas. Mi celo profesional casi me cuesta su amistad lo cual me
entristeció mucho. A veces soy muy cabrón, he de admitirlo. Como me dijo
alguien muy querido recientemente, los hombres somos muy pobres, demasiado pobres como para ir cortando
relaciones, como para ir perdiendo amigos en la vida.
A
finales de aquel mes de agosto, caluroso, áspero, agotador me encontraba
encerrado en mi despacho cerrando el informe pericial cuando sonó el teléfono:
-
¿Diga?
-
Echegoyen soy Ramírez. – Ramírez era el
ejecutivo de la compañía que llevaba el caso- ¿Cómo llevas el informe del
Teide?
-
Lo estoy terminando. Os toca pagar una
pasta.
-
Si pero vamos a recobrar en Londres casi
el 80% de la indemnización. Los arbitrajes van por ahí. Creo que todos hemos
hecho un buen trabajo en este caso.
-
Si la verdad es que sí.
-
Oye te tengo que hacer otro encargo
profesional.
-
Dime –contesté algo extrañado-
-
El marinero muerto. En realidad está
desaparecido y ya conoces el funcionamiento de la ley en estos casos.
-
Claro que sí –admití con creciente
interés- A mi mente volvió la imagen de aquella maravillosa mujer gallega y de
su hija.
-
¿Tú podrías hacer un informe técnico en
el que se demuestre más allá de cualquier duda razonable que este chico
falleció en la colisión y que quedó atrapado entre los hierros del buque?
-
Joder Ramírez, pues claro que puedo.
-
Lo sabía. Así al menos la mutua y la
compañía pueden ir adelantando a la viuda las indemnizaciones privadas que le
correspondan. Hasta que se oficialmente sea declarada viuda.
-
No te preocupes, lo voy a bordar.
Tenemos las declaraciones de los tripulantes de ambos barcos y además está el
video que los marineros del portacontenedores tomaron. Lo único que tengo hacer
es montarlo y coordinarlo todo.
-
Este verano te vas a forrar, cabrón.
-
¿Cómo?
-
Entre la minuta que nos vas a pasar por
el hundimiento del Teide y por el informe del marinero que murió te vamos a arreglar económicamente
el año.
-
Verás Ramírez, por el informe del
hundimiento te voy a pasar una minuta que se va a cagar la perra después del
veranito que me habéis dado. Pero el otro, el del marinero desaparecido, ese
corre de mi cuenta. Es gratis.
-
Qué rarito eres, coño.
-
Que te follen Ramírez.
Ramírez,
un buen amigo también, soltó una sonora carcajada al tiempo que colgaba el
teléfono. Archivé en la memoria del procesador de textos el informe del
hundimiento y redacté durante horas el nuevo informe que me habían requerido.
Como antes dije, el recuerdo de aquella mujer y el de los ojos de su pequeña
iluminaron mi alma durante aquella larga noche de trabajo. Su recuerdo todavía
me emociona. Dios las bendiga donde quiera que estén.
Epílogo:
Alfredo
Estrella (en esta ocasión el nombre es auténtico) era el capitán del Teide.
Alfredo, melillense de pro, es un tipo bastante curioso, algo raro, algo
excéntrico. Y uno de los mejores marinos que he conocido en mi vida.
Alfredo
se encontraba durmiendo en su camarote cuando se produjo la colisión. El brutal
impacto lo lanzó desde su litera contra un mamparo y quedó tirado en cubierta
semiinconsciente durante unos instantes. Cuando consiguió abrir la puerta de su
camarote, herido y prácticamente desnudo, ordenó a su tripulación que
abandonaran el buque. El se quedó a bordo para intentar salvar al camarero y al
marinero desaparecido. Consiguió sacar al camarero, no así al marinero y cuando
estaba a punto de saltar por la borda la succión del barco lo arrastró hacia el
fondo marino. Tuvo la gran suerte de que una enorme burbuja de aire procedente
del interior del barco que se hundía le hizo de nuevo alcanzar la superficie.
Alfredo
recibió por su comportamiento la Gran Cruz del Mérito Civil. Se la concedieron
justo unos días después de haber sido despedido de la naviera por el asunto del
Teide. Por eso estas putas historias del mar son historias oscuras.