Acto
primero. Del horrible gusto de mi padre por las prendas de vestir infantiles
que me compraba.
Me permitiréis que,
antes de entrar en materia campillera y para una mejor comprensión de los
hechos que voy a referir, os describa de forma breve la difícil relación que mantenía con mi padre
(que en Gloria esté) por su pésimo gusto (pésimo tirando a horroroso) en lo
tocante a vestuario infantil y en cómo pensaba él que mi hermano (cinco años
menor que yo) y un servidor debíamos ir vestidos. Os pondré algunos ejemplos
para que lo entendáis.
Diez añitos yo, cinco
mi hermano. Cursaba 5º de EGB en un conocido colegio de curas de Málaga. Y
aparece mi padre con dos cazadoras cortas de tono azulado metálico.
¡¡Hijos,
- nos dice muy ufano él - , estas son las cazadoras que llevan los pilotos de
carreras!!.
Saca la cazadora de mi
hermano y en pecho llevaba un escudo de Ferrari, Precioso. Y saca la mía y tal
y como yo me temía el escudo de la que iba a ser mi cazadora no era de Ferrari.
Era un escudo de Gordini.
-
¿Pero papá, cómo se te ocurre comprarme esto?
¡¡Los otros niños se van reír de mí. El Gordini es una porquería de coche!!
-
No hijo no -contestó adoptando un aire
de suficiencia que me ponía los pelos de punta- ¡Es que es un Gordini de
rally.!
Un poco confundido tomé
mi cazadora, con infinita desconfianza debo añadir, y me fui al colegio de
curas (agustinos con mucha mala leche por cierto) con la dichosa prenda puesta . Aquel aciago día de mi niñez aprendí dos
cosas que no he olvidado:
1)
Que el Gordini efectivamente era una
mierda de coche.
2)
Que mi padre tenía una peligrosísima
habilidad para mentirme y llevarme al huerto.
A tan sesudas
conclusiones llegué de una forma bastante sencilla; me di de tortas con medio
colegio de curas. Como dice mi viejo amigo y compañero de fatigas campilleras
Jerónimo Villalva: - Fernando, es que eras un niño muy picajoso - . Puede que
efectivamente yo fuera “picajoso” utilizando el término de mi amigo Jerónimo.
Pero lo cierto es que la ropa que mi
padre se empeñaba en que yo llevara siempre me acababa trayendo problemas
Y ya en Campillos,
historias de ese tipo unas cuantas. Recuerdo una cazadora de color rojo (pero
rojo intenso de cojones, rojo desprendimiento de retina) con escudos de
beisbol. Para el gusto español de la época horterísima. Afortunadamente aquel
año había en el colegio un chaval canadiense que en cuanto vio la cazadora me
la quiso comprar. Se la cambié por un montón de comics en inglés. ¿Os acordáis
de los comics de MARVEL? Pues de ese estilo pero en color. Chulísimos. Cuando
mi padre se dio cuenta de que no llevaba la cazadora me preguntó que dónde la
había metido.
-
Me la han robado, papá – dije poniendo
cara de niño desvalido. Uno también tenía sus truquillos para defenderse.
-
¿Qué te la han robado?. ¡Hijo, pero mira
que eres tonto!
-
Si papá, - dije compungido mientras
pensaba: ¡si tú supieras viejales!
Pero la más gorda que
mi padre me hizo en temas de vestuario fue la de las botas de peón caminero. Me
explico: cuando mis padres me comunicaron su decisión (irrevocable además) de
enviarme a Campillos, yo puse mis condiciones también, no faltaba más. Una de
dichas condiciones era que no quería volver a ver unos zapatos Gorila en mi
vida. ¿Os acordáis de los zapatos Gorila?. Si, los de la pelotita verde (de los
cojones). Los odiaba, en la medida de que un niño de once años puede odiar. Mi
definición de aquel calzado era “zapatos de niña de colegio de monjas”.
-
Bueno, ¿y qué zapatos quieres llevar? –
me preguntó mi padre un poco desconcertado.
-
Papá quiero zapatos Apache y botas de
baloncesto John Smith. ¡ Toma ya!
Y para mi asombro coló.
Y me los compraron, ambos dos. Inmensa felicidad la mía que iba a durar bien
poco. Cuando al año siguiente, estando en 7º de EGB y a punto de cumplir trece
años, había destrozado ya dos pares de
ambos modelos en aquellos patios de
suelos ásperos y descarnados, mi padre, harto de aquel caro capricho mío, se
metió en el almacén de vestuario de la Jefatura de Obras Públicas y sacó un par
de botas de peón caminero, el calzado más feo, duro e infame que hasta entonces
había conocido.
-
Te aguantas - dijo implacable ante mis
súplicas al ver semejantes botas- Así aprenderás a cuidar las cosas, niño.
Al segundo día de
llevar las botas en el colegio mis pies eran una pura llaga. Llevaba las botas
con las hebillas desabrochadas, arrastrando los pies (levantarlos con lo que
pesaba aquel calzado era un suplicio). Fue la semana del 24 de enero de 1975.
Lo recuerdo con tanta claridad porque fue el día en el que cumplí trece años. Y
en ese día, llegó un bendito paquete que si no mal recuerdo me enviaba mi
madre, con mi regalo de cumpleaños: un par de mis adoradas John Smith. ¡Qué
felicidad!. Y sobre todo ¡qué alivio!. De inmediato me las puse y celebré mi
décimo tercer cumpleaños “embarcando” las botas de peón caminero por encima de
la tapia que había al fondo del campo de deportes del colegio viejo, justo
donde jugábamos al pincho. Alguna vez he pensado con cierta guasa que sería
curioso dar una vuelta por allí. Aquellas botas cabronas eran tan duras que
seguro que queda algún trozo semienterrado entre los rastrojos de la avena.
Acto
Segundo. De cómo mi padre me regaló una sudadera de Charlie Brown y de la
inquietud (acojono) que aquel regalo me produjo.
Volvamos un año atrás,
durante el curso 73-74. A principios de enero de 1974. Tal vez el ocho o el
nueve de enero, justo después de navidad. Mis padres me comunican que me envían
a Campillos en unos días y comienzan los preparativos para mi deportación. Un
día estaba yo comiendo cuando mi padre llegó con un paquete debajo del brazo y
una sonrisa zalamera a la que yo temía más que a una vara verde.
-
¿ A que no sabes lo que te he traído
para que te la lleves a tu nuevo colegio?
Temiéndome lo peor e
incapaz de articular palabra alguna negué moviendo vigorosamente la cabeza a
lado y lado.
-
¡ Mira! – dijo alegremente, a la vez que
sacaba del paquete un jersey o sudadera de color amarillo con lo que parecía un
dibujo en la zona del pecho. La desplegó sujetándola por los hombros con ambas
manos y por una vez consiguió dejarme estupefacto.
-
Papá es preciosa – exclamé con asombro.
Lo que aquel jersey
amarillo tenía en el pecho era un dibujo en color de Charlie Brown o Carlitos,
que así era como el personaje se conocía en España. Y a mí me encantaba
Carlitos. Sus amigos Snoopy, Patty o Violet me parecían unos gilipollas, personajes estúpidos únicamente aptos para
pijos. Pero Carlitos……¡Carlitos era otra cosa!. Era cabezón, enano, infeliz y
rarito. Como yo. Me encantaba.
Pero con mi padre, como
siempre, cuando de ropa se trataba poco duró mi felicidad. Con un rápido
movimiento de manos dio la vuelta a la sudadera para enseñarme la espalda de la
misma. ¡Había un texto grabado en la parte trasera de la prenda! Un texto en
inglés además. Y yo era un niño de francés, por lo que en aquella época no entendía un carajo de aquel idioma que me
parecía una jerigonza ininteligible. No era en sí el hecho del texto grabado en
la espalda lo que provocaba mi desazón. La sudadera era preciosa, he de
reconocerlo y las pocas palabras que configuraban el texto estaban impresas de
forma armoniosa en la trasera de la prenda. Tampoco el hecho de no entender el
texto era en sí mismo motivo de zozobra. Lo que me acojonaba de verdad es que
aquella sudadera con un texto del que no entendía un carajo provenía de mi padre.
Y eso, invariablemente, significaba que tarde o temprano me iba a traer
problemas como hasta entonces había sucedido en mi joven vida. Y en esta
ocasión el problema se agravaba cuando consideraba que me iba a Campillos, a
aquel colegio en el que según rumores y comentarios, estaban los niños más
malos y duros de toda España así como los profesores más pegones y cabroncetes
de todo el sistema educativo español
Acto
tercero. De mis primeros días en Campillos y de cómo conocí al Pancho gracias a
mi nueva sudadera de Charlie Brown.
No voy a contar aquí con
detalle cómo fue mi llegada al colegio ni cómo pasaron allí mis primeros días.
Esos asuntos los dejo para otro cuento. Únicamente dos pinceladas. Cuando
alguien (especialmente las señoras) se entera de que estuve interno en
Campillos unos cuantos años, tras exclamar ¡pobrecito!, invariablemente me
pregunta:
-
¿Y lo pasaste muy mal? – a lo que
siempre respondo:
-
Las primeras ocho horas regulares. Los
restantes siete años con un verano incluido los pasé de cojones.
La verdad es que a mí,
al ser de Málaga, aquello no se me hizo muy duro. Todos los fines de semana me
iba a casa (excepto los que me quedaba castigado, unos cuatro por curso) por lo
que en ese sentido mi paso por el colegio fue bastante llevadero. Al día
siguiente de haber ingresado en el centro, a la hora del desayuno, cuando me vi
rodeado de chavales de mi edad, a 80 kilómetros de mi padre y con aquellas
rebanadas de pan con mantequilla y mermelada empecé a sentirme razonablemente
tranquilo si tenemos en cuenta la situación que estaba viviendo.
Pero no fueron ni el
miedo, la pena por la lejanía de mi familia o el desamparo las sensaciones que
prevalecieron en mí durante aquellos
días. El asombro. Esa es la sensación más vívida que ha quedado grabada en mi
alma de aquellos primeros días en Campillos. El asombro por todo. Por los
colores, por los olores, por los sonidos, (nunca he visto tal contraste entre
el silencio de los estudios y el griterío que se organizaba cuando sonaba la
sirena) por la jerga propia de los chavales del colegio, por los juegos que me
eran desconocidos. Y sobre todo, por encima de todo, por los profesores. Mi
primer día de clase conocí a don Francisco Ceballos, a don Lauro, a don
Fernando Sánchez, (el patineta) a don Francisco Barragán, a don Pedro Gómez y a don Federico Anglada entre otros. Menudo
elenco. Gritones, histriónicos, nerviosos, vigorosos, con innumerables tics y
casi todos ellos excelentes docentes, nada que ver con aquellos agustinos,
sosos y aburridos como una mata de habas. En comparación, aquella colección de
personajes me parecía como sacada de un circo.
Al principio me creaba
también gran confusión el tema de los inspectores y de los jefes de estudio.
Eran figuras que en mi anterior colegio no existían y a los que poco a poco iba
conociendo. Los veía en los estudios, en los comedores o en conserjería a la
entrada de los dormitorios pero no alcanzaba a comprender quienes eran unos y
otros y cuáles eran sus funciones.
En el comedor me
sentaron con tres chavales mayores que yo, lo cual me valió tener que aguantar
en aquel primer curso no pocas bromas y novatadas. Qué le vamos a hacer. Me las
tomé como un peaje necesario que debía pagar por haber entrado en el colegio
con el curso ya iniciado. Recuerdo que había uno de pueblo de Sevilla, tal vez
Pedrera, un chico muy calladito y de baja estatura. Era diminuto. El mayor de
todos, y el más cabroncete, era de Córdoba se sentaba frente a mí y a mi
derecha se sentaba uno de Puente Genil delgadito y muy alocada él (con perdón).
Aquella primera semana
de estancia en Campillos me puse mi flamante sudadera de Charlie Brown, con
mucho reparo por lo que pudiera pasar. Y de momento no pasó nada de nada como
pude comprobar con inmenso alivio. Durante aquellos días nos vigiló en el comedor en el que yo estaba el que a mí
me parecía un extraño personaje. Debía tener algo más de treinta años, no muy alto, con entradas pronunciadas, barba
y una gafas de pasta negras que de forma continua le resbalaban hasta la punta
de la nariz. Fumaba un pitillo tras otro mientras se paseaba entre las mesas del
comedor vigilándonos. Pero la razón de que a mis ojos de niño se convirtiera en
un personaje singular era por la forma de mirar que tenía. Me lo crucé en un
par de ocasiones cuando me mandaron a repetir pan y pude comprobar que te
miraba de una forma muy curiosa. Agachaba ligeramente la cabeza y te miraba por
encima de aquellas gafas negras de pasta que se le habían deslizado por la
nariz con unos ojos bastante guasones por cierto. Nunca hasta entonces había
visto una mirada tan irónica como aquella.
Un día estábamos mis
compañeros de mesa y yo ante uno de los platos más asquerosos que servían en el
colegio: unas alubias blanquecinas (que no blancas) con un trozo de morcilla en
el centro. En la superficie del plato, que estaba casi frío, aparecía una
especie de película de gelatina
repugnante salpicada de trocitos negros de morcilla. Ninguno nos
decidíamos a meter la cuchara en el plato cuando vi que los otros tres chicos
bruscamente agachaban sus cabezas y comenzaban a engullir con verdadera
fruición aquella bazofia. Yo estaba
sentado de espaldas al pasillo y no me explicaba qué es lo que había pasado. Me
giré y allí estaba aquel señor de las gafas de pasta negra mirándome fijamente.
La mano derecha colocada en la cintura, o más bien en los riñones como cuando
alguien tiene lumbago y se da friegas en esa zona. En la mano izquierda un
cigarrillo. Las gafas en la punta de la nariz, la cabeza ligeramente inclinada
hacia delante y mirándome por encima de la montura con aquella expresión tan
irónica. Me volví y pregunté a mis compañeros de mesa:
-
Pero, ¿qué pasa?. ¿Qué está mirando ese
tío tan feo?
A la de Puente Genil
por poco le da un pasmo.
-
Calla y come cabrón. Que nos van a
castigar el fin de semana. Es un jefe de estudios. Es el Pancho – dijo
susurrando al tiempo que me lanzaba una mirada asesina.
Acojonado perdido me
volví y entonces lo comprendí todo. No me estaba mirando a mí. Lo que estaba
haciendo era tratar de leer el texto de mi sudadera que había quedado
parcialmente oculto por el respaldo de la silla. Y yo quería morirme. Empecé a sudar,
a acordarme de mi padre, de sus progenitores (mis abuelos), y de toda su
estirpe. – Esto ya lo sabía yo- pensé angustiado. Me figuraba que lo que ponía
en aquel jersey era tan retorcido que me iba a quedar castigado en el colegio
hasta fin de los tiempos.
-
¿Es cierto eso que pone ahí?
Sobresaltado me giré en
la silla y con espanto pude comprobar que el Pancho se había puesto a mi lado y
me estaba mirando.
-
Glup – no acertaba a hablar del miedo
que tenía.- es que yo soy de francés ¿sabe? solté de seguido en un susurro.
-
¿Perdona? - dijo desconcertado arqueando más las cejas
y haciendo que la ironía dejara paso en su rostro al desconcierto.
-
Sí, , que soy de francés y que no sé lo
que pone ahí.
Supongo que mi voz
temblorosa denotaba el miedo que yo estaba pasando en aquella situación. Sonrió
y me dijo en inglés:
-
I´d
Like to Have as Many Friends as I could Find. En español;
Necesito tener tantos amigos como pueda encontrar.
Me quedé perplejo y
supongo que debió leer en mi rostro el asombro.
-
¿Es eso cierto?
-
Sí señor - me apresuré a decir mientras el color iba
volviendo a mi rostro.
-
Pues ya tienes uno más – me dijo con una
medio sonrisa guasona. Luego se dio la vuelta y siguió con sus paseos y sus
pitillos.
Aquel día, para
mí, la dureza y la pretendida crueldad
de los profesores de Campillos quedó para siempre desmitificada.
Así eran algunos de
aquellos educadores que empezaron ante nuestros ojos a colorear aquella España
cutre y gris de los años 70.
Así era Campillos, el
colegio al que íbamos los buenos.
El lugar en el que la
gilipollez te la curaban a hostias a decir de mi amigo Pedro Moya.
El lugar en el que nos
hicimos amigos tantos y tantos chavales.
El lugar en el que
fuimos hermanos.
Dedicado con todo cariño
a don Alejandro Delgado. Nuestro Pancho de siempre
Sublime.
ResponderEliminarRafael B. Jordán