Sé que a veces soy un poco frío, me cuesta la vida misma exteriorizar mis emociones. Una buena amiga me descubrió que es esa la razón por la que escribo. Pongo en negro sobre blanco mis sentimientos, lo que a veces de otra forma no sé o no puedo expresar. Siempre que algún acontecimiento me agrada o me desagrada de forma significativa y me toca el corazón acabo sentado con un montón de notas emborronadas de forma apresurada y con la pantalla en blanco de mi ordenador esperado a que vomite sobre ella todas esas ideas aparentemente inconexas que me atormentan y que finalmente se configuran en forma de una casi confesión. (Huérfanos de Campillos)

miércoles, 14 de marzo de 2012

De cómo conocí al Pancho. Un cuento campillero en tres actos.


Acto primero. Del horrible gusto de mi padre por las prendas de vestir infantiles que me compraba.

Me permitiréis que, antes de entrar en materia campillera y para una mejor comprensión de los hechos que voy a referir, os describa de forma breve  la difícil relación que mantenía con mi padre (que en Gloria esté) por su pésimo gusto (pésimo tirando a horroroso) en lo tocante a vestuario infantil y en cómo pensaba él que mi hermano (cinco años menor que yo) y un servidor debíamos ir vestidos. Os pondré algunos ejemplos para que lo entendáis.
Diez añitos yo, cinco mi hermano. Cursaba 5º de EGB en un conocido colegio de curas de Málaga. Y aparece mi padre con dos cazadoras cortas de tono azulado metálico.
¡¡Hijos, - nos dice muy ufano él - , estas son las cazadoras que llevan los pilotos de carreras!!. 
Saca la cazadora de mi hermano y en pecho llevaba un escudo de Ferrari, Precioso. Y saca la mía y tal y como yo me temía el escudo de la que iba a ser mi cazadora no era de Ferrari. Era un escudo de Gordini.
-          ¿Pero papá, cómo se te ocurre comprarme esto? ¡¡Los otros niños se van reír de mí. El Gordini es una porquería de coche!!
-          No hijo no -contestó adoptando un aire de suficiencia que me ponía los pelos de punta- ¡Es que es un Gordini de rally.!
Un poco confundido tomé mi cazadora, con infinita desconfianza debo añadir, y me fui al colegio de curas (agustinos con mucha mala leche por cierto) con la dichosa prenda puesta .  Aquel aciago día de mi niñez aprendí dos cosas que no he olvidado:
1)      Que el Gordini efectivamente era una mierda de coche.
2)      Que mi padre tenía una peligrosísima habilidad para mentirme y llevarme al huerto.
A tan sesudas conclusiones llegué de una forma bastante sencilla; me di de tortas con medio colegio de curas. Como dice mi viejo amigo y compañero de fatigas campilleras Jerónimo Villalva: - Fernando, es que eras un niño muy picajoso - . Puede que efectivamente yo fuera “picajoso” utilizando el término de mi amigo Jerónimo. Pero lo cierto es que la ropa que  mi padre se empeñaba en que yo llevara siempre me acababa trayendo problemas
Y ya en Campillos, historias de ese tipo unas cuantas. Recuerdo una cazadora de color rojo (pero rojo intenso de cojones, rojo desprendimiento de retina) con escudos de beisbol. Para el gusto español de la época horterísima. Afortunadamente aquel año había en el colegio un chaval canadiense que en cuanto vio la cazadora me la quiso comprar. Se la cambié por un montón de comics en inglés. ¿Os acordáis de los comics de MARVEL? Pues de ese estilo pero en color. Chulísimos. Cuando mi padre se dio cuenta de que no llevaba la cazadora me preguntó que dónde la había metido.
-          Me la han robado, papá – dije poniendo cara de niño desvalido. Uno también tenía sus truquillos para defenderse.
-          ¿Qué te la han robado?. ¡Hijo, pero mira que eres tonto!
-          Si papá, - dije compungido mientras pensaba: ¡si tú supieras viejales!
Pero la más gorda que mi padre me hizo en temas de vestuario fue la de las botas de peón caminero. Me explico: cuando mis padres me comunicaron su decisión (irrevocable además) de enviarme a Campillos, yo puse mis condiciones también, no faltaba más. Una de dichas condiciones era que no quería volver a ver unos zapatos Gorila en mi vida. ¿Os acordáis de los zapatos Gorila?. Si, los de la pelotita verde (de los cojones). Los odiaba, en la medida de que un niño de once años puede odiar. Mi definición de aquel calzado era “zapatos de niña de colegio de monjas”.
-          Bueno, ¿y qué zapatos quieres llevar? – me preguntó mi padre un poco desconcertado.
-          Papá quiero zapatos Apache y botas de baloncesto John Smith. ¡ Toma ya!
Y para mi asombro coló. Y me los compraron, ambos dos. Inmensa felicidad la mía que iba a durar bien poco. Cuando al año siguiente, estando en 7º de EGB y a punto de cumplir trece años,  había destrozado ya dos pares de ambos modelos  en aquellos patios de suelos ásperos y descarnados, mi padre, harto de aquel caro capricho mío, se metió en el almacén de vestuario de la Jefatura de Obras Públicas y sacó un par de botas de peón caminero, el calzado más feo, duro e infame que hasta entonces había conocido.
-          Te aguantas - dijo implacable ante mis súplicas al ver semejantes botas- Así aprenderás a cuidar las cosas, niño.
Al segundo día de llevar las botas en el colegio mis pies eran una pura llaga. Llevaba las botas con las hebillas desabrochadas, arrastrando los pies (levantarlos con lo que pesaba aquel calzado era un suplicio). Fue la semana del 24 de enero de 1975. Lo recuerdo con tanta claridad porque fue el día en el que cumplí trece años. Y en ese día, llegó un bendito paquete que si no mal recuerdo me enviaba mi madre, con mi regalo de cumpleaños: un par de mis adoradas John Smith. ¡Qué felicidad!. Y sobre todo ¡qué alivio!. De inmediato me las puse y celebré mi décimo tercer cumpleaños “embarcando” las botas de peón caminero por encima de la tapia que había al fondo del campo de deportes del colegio viejo, justo donde jugábamos al pincho. Alguna vez he pensado con cierta guasa que sería curioso dar una vuelta por allí. Aquellas botas cabronas eran tan duras que seguro que queda algún trozo semienterrado entre los rastrojos  de la avena.

Acto Segundo. De cómo mi padre me regaló una sudadera de Charlie Brown y de la inquietud (acojono) que aquel regalo me produjo.

Volvamos un año atrás, durante el curso 73-74. A principios de enero de 1974. Tal vez el ocho o el nueve de enero, justo después de navidad. Mis padres me comunican que me envían a Campillos en unos días y comienzan los preparativos para mi deportación. Un día estaba yo comiendo cuando mi padre llegó con un paquete debajo del brazo y una sonrisa zalamera a la que yo temía más que a una vara verde.
-          ¿ A que no sabes lo que te he traído para que te la lleves a tu nuevo colegio?
Temiéndome lo peor e incapaz de articular palabra alguna negué moviendo vigorosamente la cabeza a lado y lado.
-          ¡ Mira! – dijo alegremente, a la vez que sacaba del paquete un jersey o sudadera de color amarillo con lo que parecía un dibujo en la zona del pecho. La desplegó sujetándola por los hombros con ambas manos y por una vez consiguió dejarme estupefacto.
-          Papá es preciosa – exclamé con asombro.
Lo que aquel jersey amarillo tenía en el pecho era un dibujo en color de Charlie Brown o Carlitos, que así era como el personaje se conocía en España. Y a mí me encantaba Carlitos. Sus amigos Snoopy, Patty o Violet me parecían unos gilipollas,  personajes estúpidos únicamente aptos para pijos. Pero Carlitos……¡Carlitos era otra cosa!. Era cabezón, enano, infeliz y rarito. Como yo. Me encantaba.
Pero con mi padre, como siempre, cuando de ropa se trataba poco duró mi felicidad. Con un rápido movimiento de manos dio la vuelta a la sudadera para enseñarme la espalda de la misma. ¡Había un texto grabado en la parte trasera de la prenda! Un texto en inglés además. Y yo era un niño de francés, por lo que en aquella época  no entendía un carajo de aquel idioma que me parecía una jerigonza ininteligible. No era en sí el hecho del texto grabado en la espalda lo que provocaba mi desazón. La sudadera era preciosa, he de reconocerlo y las pocas palabras que configuraban el texto estaban impresas de forma armoniosa en la trasera de la prenda. Tampoco el hecho de no entender el texto era en sí mismo motivo de zozobra. Lo que me acojonaba de verdad es que aquella sudadera con un texto del que no entendía un carajo provenía de mi padre. Y eso, invariablemente, significaba que tarde o temprano me iba a traer problemas como hasta entonces había sucedido en mi joven vida. Y en esta ocasión el problema se agravaba cuando consideraba que me iba a Campillos, a aquel colegio en el que según rumores y comentarios, estaban los niños más malos y duros de toda España así como los profesores más pegones y cabroncetes de todo el sistema educativo español

Acto tercero. De mis primeros días en Campillos y de cómo conocí al Pancho gracias a mi nueva sudadera de Charlie Brown.

No voy a contar aquí con detalle cómo fue mi llegada al colegio ni cómo pasaron allí mis primeros días. Esos asuntos los dejo para otro cuento. Únicamente dos pinceladas. Cuando alguien (especialmente las señoras) se entera de que estuve interno en Campillos unos cuantos años, tras exclamar ¡pobrecito!, invariablemente me pregunta:
-          ¿Y lo pasaste muy mal? – a lo que siempre respondo:
-          Las primeras ocho horas regulares. Los restantes siete años con un verano incluido los pasé de cojones.
La verdad es que a mí, al ser de Málaga, aquello no se me hizo muy duro. Todos los fines de semana me iba a casa (excepto los que me quedaba castigado, unos cuatro por curso) por lo que en ese sentido mi paso por el colegio fue bastante llevadero. Al día siguiente de haber ingresado en el centro, a la hora del desayuno, cuando me vi rodeado de chavales de mi edad, a 80 kilómetros de mi padre y con aquellas rebanadas de pan con mantequilla y mermelada empecé a sentirme razonablemente tranquilo si tenemos en cuenta la situación que estaba viviendo.
Pero no fueron ni el miedo, la pena por la lejanía de mi familia o el desamparo las sensaciones que prevalecieron en  mí durante aquellos días. El asombro. Esa es la sensación más vívida que ha quedado grabada en mi alma de aquellos primeros días en Campillos. El asombro por todo. Por los colores, por los olores, por los sonidos, (nunca he visto tal contraste entre el silencio de los estudios y el griterío que se organizaba cuando sonaba la sirena) por la jerga propia de los chavales del colegio, por los juegos que me eran desconocidos. Y sobre todo, por encima de todo, por los profesores. Mi primer día de clase conocí a don Francisco Ceballos, a don Lauro, a don Fernando Sánchez, (el patineta) a don Francisco Barragán, a don Pedro Gómez  y a don Federico Anglada entre otros. Menudo elenco. Gritones, histriónicos, nerviosos, vigorosos, con innumerables tics y casi todos ellos excelentes docentes, nada que ver con aquellos agustinos, sosos y aburridos como una mata de habas. En comparación, aquella colección de personajes me parecía como sacada de un circo.
Al principio me creaba también gran confusión el tema de los inspectores y de los jefes de estudio. Eran figuras que en mi anterior colegio no existían y a los que poco a poco iba conociendo. Los veía en los estudios, en los comedores o en conserjería a la entrada de los dormitorios pero no alcanzaba a comprender quienes eran unos y otros y cuáles eran sus funciones.
En el comedor me sentaron con tres chavales mayores que yo, lo cual me valió tener que aguantar en aquel primer curso no pocas bromas y novatadas. Qué le vamos a hacer. Me las tomé como un peaje necesario que debía pagar por haber entrado en el colegio con el curso ya iniciado. Recuerdo que había uno de pueblo de Sevilla, tal vez Pedrera, un chico muy calladito y de baja estatura. Era diminuto. El mayor de todos, y el más cabroncete, era de Córdoba se sentaba frente a mí y a mi derecha se sentaba uno de Puente Genil delgadito y muy alocada él (con perdón).
Aquella primera semana de estancia en Campillos me puse mi flamante sudadera de Charlie Brown, con mucho reparo por lo que pudiera pasar. Y de momento no pasó nada de nada como pude comprobar con inmenso alivio. Durante aquellos días nos vigiló  en el comedor en el que yo estaba el que a mí me parecía un extraño personaje. Debía tener algo más de treinta años,  no muy alto, con entradas pronunciadas, barba y una gafas de pasta negras que de forma continua le resbalaban hasta la punta de la nariz. Fumaba un pitillo tras otro mientras se paseaba entre las mesas del comedor vigilándonos. Pero la razón de que a mis ojos de niño se convirtiera en un personaje singular era por la forma de mirar que tenía. Me lo crucé en un par de ocasiones cuando me mandaron a repetir pan y pude comprobar que te miraba de una forma muy curiosa. Agachaba ligeramente la cabeza y te miraba por encima de aquellas gafas negras de pasta que se le habían deslizado por la nariz con unos ojos bastante guasones por cierto. Nunca hasta entonces había visto una mirada tan irónica como aquella.
Un día estábamos mis compañeros de mesa y yo ante uno de los platos más asquerosos que servían en el colegio: unas alubias blanquecinas (que no blancas) con un trozo de morcilla en el centro. En la superficie del plato, que estaba casi frío, aparecía una especie de película de gelatina  repugnante salpicada de trocitos negros de morcilla. Ninguno nos decidíamos a meter la cuchara en el plato cuando vi que los otros tres chicos bruscamente agachaban sus cabezas y comenzaban a engullir con verdadera fruición  aquella bazofia. Yo estaba sentado de espaldas al pasillo y no me explicaba qué es lo que había pasado. Me giré y allí estaba aquel señor de las gafas de pasta negra mirándome fijamente. La mano derecha colocada en la cintura, o más bien en los riñones como cuando alguien tiene lumbago y se da friegas en esa zona. En la mano izquierda un cigarrillo. Las gafas en la punta de la nariz, la cabeza ligeramente inclinada hacia delante y mirándome por encima de la montura con aquella expresión tan irónica. Me volví y pregunté a mis compañeros de mesa:
-          Pero, ¿qué pasa?. ¿Qué está mirando ese tío tan feo?
A la de Puente Genil por poco le da un pasmo.
-          Calla y come cabrón. Que nos van a castigar el fin de semana. Es un jefe de estudios. Es el Pancho – dijo susurrando al tiempo que me lanzaba una mirada asesina.
Acojonado perdido me volví y entonces lo comprendí todo. No me estaba mirando a mí. Lo que estaba haciendo era tratar de leer el texto de mi sudadera que había quedado parcialmente oculto por el respaldo de la silla. Y yo quería morirme. Empecé a sudar, a acordarme de mi padre, de sus progenitores (mis abuelos), y de toda su estirpe. – Esto ya lo sabía yo- pensé angustiado. Me figuraba que lo que ponía en aquel jersey era tan retorcido que me iba a quedar castigado en el colegio hasta fin de los tiempos.
-          ¿Es cierto eso que pone ahí?
Sobresaltado me giré en la silla y con espanto pude comprobar que el Pancho se había puesto a mi lado y me estaba mirando.
-          Glup – no acertaba a hablar del miedo que tenía.- es que yo soy de francés ¿sabe? solté de seguido en un susurro.
-          ¿Perdona?  - dijo desconcertado arqueando más las cejas y haciendo que la ironía dejara paso en su rostro al desconcierto.
-          Sí, , que soy de francés y que no sé lo que pone ahí.
Supongo que mi voz temblorosa denotaba el miedo que yo estaba pasando en aquella situación. Sonrió y me dijo en inglés:
-          I´d Like to Have as Many Friends as I could Find. En español; Necesito tener tantos amigos como pueda encontrar.
Me quedé perplejo y supongo que debió leer en mi rostro el asombro.
-          ¿Es eso cierto?
-          Sí señor  - me apresuré a decir mientras el color iba volviendo  a mi rostro.
-          Pues ya tienes uno más – me dijo con una medio sonrisa guasona. Luego se dio la vuelta y siguió con sus paseos y sus pitillos.
Aquel día, para mí,  la dureza y la pretendida crueldad de los profesores de Campillos quedó para siempre desmitificada.
Así eran algunos de aquellos educadores que empezaron ante nuestros ojos a colorear aquella España cutre y gris de los años 70.
Así era Campillos, el colegio al que íbamos los buenos.
El lugar en el que la gilipollez te la curaban a hostias a decir de mi amigo Pedro Moya.
El lugar en el que nos hicimos amigos tantos y tantos chavales.
El lugar en el que fuimos hermanos.


Dedicado con todo cariño a don Alejandro Delgado. Nuestro Pancho de siempre

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