Sé que a veces soy un poco frío, me cuesta la vida misma exteriorizar mis emociones. Una buena amiga me descubrió que es esa la razón por la que escribo. Pongo en negro sobre blanco mis sentimientos, lo que a veces de otra forma no sé o no puedo expresar. Siempre que algún acontecimiento me agrada o me desagrada de forma significativa y me toca el corazón acabo sentado con un montón de notas emborronadas de forma apresurada y con la pantalla en blanco de mi ordenador esperado a que vomite sobre ella todas esas ideas aparentemente inconexas que me atormentan y que finalmente se configuran en forma de una casi confesión. (Huérfanos de Campillos)

miércoles, 14 de marzo de 2012

El Caso del Alumno Desaparecido en el Ciberespacio





 Nota: Este relato es una contribución de don Alejandro Delgado Manjón-Cabeza, conocido entre los alumnos como el Pancho, jefe de estudios del colegio, magnífico profesor de matemáticas y uno de los docentes a los que todos los alumnos de Campillos seguimos queriendo de verdad. La historia es divertidísima.

El caso del alumno desaparecido en el ciberespacio.

Una historia campillera de terror (como casi todas).

Lo que voy a intentar relatar en lo que sigue ocurrió hace mucho, mucho tiempo pero no tanto como para que algunos de los que pululáis por estos grupos de FaceBook no fuerais ya alumnos del Colegio e incluso vivierais más o menos directamente los espantables sucesos.

Queridos niños que fuisteis, tengo que comenzar por recordaros un hecho que creo todos conoceréis: en el Colegio "san José" de Campillos, mejor dicho en el equipo directivo del mismo, nunca hubo un interés por las nuevas tecnologías que pudiera calificarse como "denodado".
Algo podéis comprender de lo que os digo si observáis, por ejemplo, que las aulas del Colegio Nuevo están construidas sobre muros de carga de cincuenta centímetros de cemento y sostenidos los techos por vigas de acero capaces de aguantar el peso de un rascacielos pero que allí cumplen sosteniendo un tejado de uralita con una capa de aislante.
Quiere esto decir que se aplicaba el nada económico principio de "donde cabe lo mucho cabe lo poco" o bien que "aquí no se remienda de viejo".
Pero los nuevos tiempos, siguiendo una inveterada costumbre del propio tiempo, terminaron por llegar también a la Carretera de Gobantes S/N.
¡Y se decidió, por parte de las mentes pensantes, que era preciso ponerse al día e informatizar el Colegio!
Así que se entró en contacto con los correspondientes proveedores, se estudiaron las ofertas y se decidió cuál era el que más convenía.
Cuando al fin apareció ante nuestros escépticos ojos la maravilla aquella resultó ser un cacharro impresionante de grande, acompañado por una impresora que llevaba, creo, hasta carro pero de combate.
Para que os hagáis una idea del armatoste jurásico aquel os aclararé, por ejemplo, que funcionaba con fichas perforadas tipo "hollerith" a las que se trataba con otra máquina estupenda e igualmente elefantiásica: la "perforadora".
Con el tremebundo cacharro, aunque en envase aparte, apareció en nuestras apacibles vidas lo que entonces se entendía por "un informático", es decir, un ser apropiada y discretamente humano con algunos conocimientos sobre el funcionamiento del aparato correspondiente dispuesto a comunicarnos los arcanos de que era maravilloso depositario.
A algunos profesores se les encomendó (¡no me miréis con cara de guasa que yo no fui considerado digno!) ponerse a disposición del susodicho técnico para aprender algo sobre el funcionamiento del prodigio. Y así lo hicieron con resultados, digámoslo benévolamente, dudosos.
Para que os hagáis, queridos niños, una idea de la preparación informática que corría por aquellos días y aquellos lugares os contaré que uno de ellos, desde luego con aún menos conocimientos del idioma de Milton que de informática llegó a traducir en una hojita de instrucciones que nos pasó la expresión inglesa "to in-put" por la española "imputar" con lo que resultaba que, en su momento, había que "imputarles las notas a los alumnos". ¡Grandioso!
El aparato pronto empezó a trabajar con más o menos dificultades para los empleados de Secretaría.
Pero esa no era la prueba de fuego de aquella máquina ni la principal utilidad para el cuerpo de profesores e inspectores ya que la maravillosa máquina iba a ocuparse también ¡de las notas semanales!
No tengo que recordaros la importancia capital de los boletines de notas en nuestro Centro. Suponían el orden por el que se regía el universo tanto para vosotros, angelitos, como para los que nos ocupábamos de vuestro cuidado y doma.
La importancia de los boletines radicaba en que, una vez en vuestro poder servían para poder salir del colegio y a los que en el formato antiguo, que consistía en una larga tira de papel con las calificaciones, sabíais falsificar con métodos artesanales y un instrumental que se reducía al borrador de la pizarra, cola blanca y un rotulador negro.
Pero aún más importante para el Centro era el Listado de Notas, esto es, una relación nominal de los alumnos, ordenada por cursos y con las observaciones pertinentes referidas al fin de semana.
Esta relación, en poder del Conserje desde el jueves, servía para contestar a vuestros padres y advertirles de si podrían seguir libres de niños durante el fin de semana, o no. Los papás llamaban por teléfono y el Conserje les decía en qué situación se encontraba el correspondiente vástago.
También servía para organizar el colegio de viernes a domingo (comedores, estudios, horarios de inspectores, etc.)
De modo que, repito, el listado era fundamental.
No quiero ponerme más pesado (aún) y vamos al atroz suceso que me he propuesto relatar.
Llegó el día, creo que a finales de Marzo de 1974 en el que la máquina, los bisoños informáticos y en general todo el colegio se enfrentaban al futuro.
Después de mil fatigas, errores, correcciones, y trabajos la máquina estaba dispuesta para trabajar y sacó en primer lugar el célebre listado.
¡Con espantosos resultados!
Aquello estaba lleno de errores, había alumnos que aparecían en dos o tres cursos, había cientos de errores en las notas, los nombres de las asignaturas no coincidían y, lo peor de todo, había alumnos que no aparecían en ninguna lista.
En lenguaje coloquial empezamos a decir que a esos alumnos se los "había comido" la máquina. Y esa expresión se puso en marcha entre el personal, incluyendo a Juanito, el conserje.
En esto que llegó la hora de las llamadas de los padres. Sonó el teléfono, Juanito lo atendió y después de escuchar el nombre del alumno por el que preguntaba su señora madre, dijo, con su gracejo característico:
"-Ay, señora, no le puedo decir nada porque a su hijo se lo ha comido la máquina."
Cuentan testigos fidedignos que a través del auricular se pudo escuchar el grito desgarrador de la anonadada madre:
"-¡Ay por Dios, ¿Cómo que se ha comido una máquina a mi niño?"
Según me aseguraron después fuentes muy autorizadas la señora requirió asistencia facultativa.

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