Sé que a veces soy un poco frío, me cuesta la vida misma exteriorizar mis emociones. Una buena amiga me descubrió que es esa la razón por la que escribo. Pongo en negro sobre blanco mis sentimientos, lo que a veces de otra forma no sé o no puedo expresar. Siempre que algún acontecimiento me agrada o me desagrada de forma significativa y me toca el corazón acabo sentado con un montón de notas emborronadas de forma apresurada y con la pantalla en blanco de mi ordenador esperado a que vomite sobre ella todas esas ideas aparentemente inconexas que me atormentan y que finalmente se configuran en forma de una casi confesión. (Huérfanos de Campillos)

miércoles, 14 de marzo de 2012

Huérfanos de Campillos. Carta a mis compañeros tras el homenaje a don José.


Queridos amigos:

Ignoro si a las compañeras de la Milagrosa les pasa lo mismo, pero a muchos compañeros del Colegio San José y a mí mismo, en determinadas épocas de nuestras vidas, nos invadía una sensación de orfandad en relación con nuestro colegio. Lo he comentado en diversas ocasiones. La causa hay que buscarla en la excesiva severidad del sistema educativo de don José que focalizaba toda la atención del centro en nuestra formación académica obviando aspectos tales como la publicación de memorias escolares, la promoción de asociaciones de alumnos antiguos (bendita expresión inventada con toda perspicacia por don Alejandro, por nuestro Pancho de siempre) e incluso la promoción del colegio y de sus alumnos más allá de los ámbitos estrictamente académicos. Todas ellas opciones que nos hubieran permitido mantener un vínculo, un cordón umbilical con nuestro colegio.
Pero lo cierto es que terminábamos en el colegio y se acabó.  Parecía que para siempre. Nos íbamos de aquel cerro junto a la carretera de Gobantes dejando allí parte de nuestra juventud, dejando amigos, compañeros profesores, inspectores, sinsabores y satisfacciones, llantos y risas, y otras muchas emociones que, por nuestra extrema juventud, nos eran nuevas, desconocidas a veces incluso inquietantes.
En aquellos momentos tal vez no nos dábamos cuenta (por esa juventud de la que hablo y por la inexperiencia que lleva aparejada) de que nuestra época escolar se iba para siempre. (O casi) Nuestro desconocimiento de la vida, nuestra hambre de nuevas vivencias (lógica por otra parte)  nos hacía ansiar  un nuevo horizonte. Una vez lo hubimos alcanzado, ya en el umbral de la madurez, el recuerdo de nuestra adolescencia y juventud en Campillos nos golpeó a muchos en el alma y sospecho (o mejor dicho, lo  sé positivamente) que todos nos sentimos huérfanos de Campillos.
Sé que a veces soy un poco frío, me cuesta la vida misma exteriorizar mis emociones. Una buena amiga me descubrió que es esa la  razón por la que escribo. Pongo en negro sobre blanco mis sentimientos, lo que a veces de otra forma no sé  o no puedo expresar. Siempre que algún acontecimiento me agrada o me desagrada de forma significativa y me toca el corazón acabo sentado con un montón de notas emborronadas de forma apresurada y con la pantalla en blanco de mi ordenador esperado a que vomite sobre ella todas esas  ideas aparentemente inconexas que me atormentan y que finalmente se configuran en forma de una casi confesión.
Y ayer se produjo uno de esos acontecimientos. Ignoro si a vosotros os pasó lo mismo, pero yo dejé de sentirme huérfano de Campillos.
Dejé de sentirme huérfano de Campillos porque redescubrí a los profesores de mi infancia y adolescencia en su lado más humano y que me era desconocido. Cuando estaba sentado en la mesa que presidía el acto junto a ellos en mi garganta se hizo un nudo que me atenazaba al ver las lágrimas asomar en los ojos de don Alejandro, de don Manuel de Guzmán que no pudo terminar su discurso, de Manolo Rodríguez el actual director del colegio (él también es don Manuel, lo que sucede es que cuando yo lo conocí en el colegio era jovencísimo y ya le hablábamos de tú). Manolo hizo el discurso institucional más emotivo (emoción e institucional, conceptos difíciles de casar) que he oído en mi vida. Me emocionó profundamente la sencillez y la franqueza  de Paco Herrera. Me maravilló el cariño con el que  José María Gallardo manejaba a sus chavales en el acto. Por cierto, chicos y chicas del colegio que se condujeron con una elegancia y seriedad admirables, en la mejor tradición de los alumnos de Campillos y haciendo gala de la formación que habían recibido por parte de sus profesores e inspectores. Y don José, ¿Qué os voy a decir de don José? Fue cuando él comenzó a hablar cuando me di cuenta que en realidad ellos, nuestros educadores, siempre habían estado ahí, perdidos en una dimensión de nuestras mentes o de nuestras almas que desconocíamos y que ahora hemos recuperado. Gracias todos por la lección de humanidad que el domingo nos dieron.
Dejé de sentirme huérfano de Campillos por el cariño que todos los asistentes al acto nos manifestasteis. Perdí la cuenta de cuántos de vosotros os acercasteis a nosotros a comentarnos lo mucho que os habíais emocionado, lo mucho que para vosotros había significado este homenaje y este reencuentro. E incluyo también a todos ellos que no pudisteis venir y que nos habéis escrito para mandarnos vuestro apoyo y vuestro cariño.
Dejé de sentirme huérfano de Campillos al comprobar cómo se ha ido consolidando la amistad, el cariño profundo y sincero y la hermandad de mis amigos del internado y que comenzó hace ya treinta y ocho años. El pasado  verano la retomamos. Y ahí continúa creciendo y fortaleciéndose día a día y en cada reencuentro,  ampliada también a nuevos compañeros como Pedro Moya que tanto nos ha ayudado, y a sus familias que ahora también forman parte inseparable de mi vida.
Dejé de sentirme huérfano de Campillos al comprobar la grandeza de corazón de un grupo de alumnos antiguos externos del colegio, que fueron los auténticos  promotores del homenaje. Cómo uno de ellos me confesó, “tenía algo que me corroía por dentro por no poder agradecer a don José la educación recibida”. Es cierto que en el colegio los externos y los internos estábamos separados por una línea imaginaria e invisible que no cruzábamos. Y aunque tuve amigos entre los chavales externos, ahora me avergüenzo, no del hecho en sí de que existiera dicha línea (yo no la tracé) , sino de no haberla cruzado más veces. Antonio Ortiz, Antonio Romero, Antonio José, Cristóbal, Cesáreo, José Manuel  y Joaquín.: sois grandes y ha sido un privilegio trabajar a vuestro lado estos meses. Decía en mi  intervención que la grandeza del corazón de un hombre puede medirse en función de la gratitud que siente por las personas que por él algo hicieron. Sois el mejor ejemplo de ello.
Y por último, el domingo dejé de sentirme huérfano de Campillos porque comprendí que el colegio y sus gentes, con sus defectos y virtudes, ha estado siempre ahí. Tal vez no supe buscarlo o tal vez fue necesario que se aunaran, que se unieran muchas voluntades para reencontrarlo.
Gracias en nombre de todos los miembros de la comisión y en el mío propio por vuestro apoyo y cariño. Sin vosotros el homenaje no hubiera sido posible.
Que la vida os sea propicia.






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