Queridos amigos:
Ignoro si a las compañeras de la
Milagrosa les pasa lo mismo, pero a muchos compañeros del Colegio San José y a
mí mismo, en determinadas épocas de nuestras vidas, nos invadía una sensación
de orfandad en relación con nuestro colegio. Lo he comentado en diversas
ocasiones. La causa hay que buscarla en la excesiva severidad del sistema
educativo de don José que focalizaba toda la atención del centro en nuestra
formación académica obviando aspectos tales como la publicación de memorias
escolares, la promoción de asociaciones de alumnos antiguos (bendita expresión
inventada con toda perspicacia por don Alejandro, por nuestro Pancho de siempre)
e incluso la promoción del colegio y de sus alumnos más allá de los ámbitos estrictamente
académicos. Todas ellas opciones que nos hubieran permitido mantener un
vínculo, un cordón umbilical con nuestro colegio.
Pero lo cierto es que terminábamos
en el colegio y se acabó. Parecía que
para siempre. Nos íbamos de aquel cerro junto a la carretera de Gobantes
dejando allí parte de nuestra juventud, dejando amigos, compañeros profesores,
inspectores, sinsabores y satisfacciones, llantos y risas, y otras muchas
emociones que, por nuestra extrema juventud, nos eran nuevas, desconocidas a
veces incluso inquietantes.
En aquellos momentos tal vez no
nos dábamos cuenta (por esa juventud de la que hablo y por la inexperiencia que
lleva aparejada) de que nuestra época escolar se iba para siempre. (O casi) Nuestro
desconocimiento de la vida, nuestra hambre de nuevas vivencias (lógica por otra
parte) nos hacía ansiar un nuevo horizonte. Una vez lo hubimos
alcanzado, ya en el umbral de la madurez, el recuerdo de nuestra adolescencia y
juventud en Campillos nos golpeó a muchos en el alma y sospecho (o mejor dicho,
lo sé positivamente) que todos nos
sentimos huérfanos de Campillos.
Sé que a veces soy un poco frío,
me cuesta la vida misma exteriorizar mis emociones. Una buena amiga me
descubrió que es esa la razón por la que
escribo. Pongo en negro sobre blanco mis sentimientos, lo que a veces de otra
forma no sé o no puedo expresar. Siempre
que algún acontecimiento me agrada o me desagrada de forma significativa y me
toca el corazón acabo sentado con un montón de notas emborronadas de forma
apresurada y con la pantalla en blanco de mi ordenador esperado a que vomite
sobre ella todas esas ideas
aparentemente inconexas que me atormentan y que finalmente se configuran en
forma de una casi confesión.
Y ayer se produjo uno de esos
acontecimientos. Ignoro si a vosotros os pasó lo mismo, pero yo dejé de
sentirme huérfano de Campillos.
Dejé de sentirme huérfano de
Campillos porque redescubrí a los profesores de mi infancia y adolescencia en
su lado más humano y que me era desconocido. Cuando estaba sentado en la mesa
que presidía el acto junto a ellos en mi garganta se hizo un nudo que me
atenazaba al ver las lágrimas asomar en los ojos de don Alejandro, de don
Manuel de Guzmán que no pudo terminar su discurso, de Manolo Rodríguez el
actual director del colegio (él también es don Manuel, lo que sucede es que
cuando yo lo conocí en el colegio era jovencísimo y ya le hablábamos de tú).
Manolo hizo el discurso institucional más emotivo (emoción e institucional,
conceptos difíciles de casar) que he oído en mi vida. Me emocionó profundamente
la sencillez y la franqueza de Paco
Herrera. Me maravilló el cariño con el que
José María Gallardo manejaba a sus chavales en el acto. Por cierto,
chicos y chicas del colegio que se condujeron con una elegancia y seriedad
admirables, en la mejor tradición de los alumnos de Campillos y haciendo gala
de la formación que habían recibido por parte de sus profesores e inspectores. Y
don José, ¿Qué os voy a decir de don José? Fue cuando él comenzó a hablar
cuando me di cuenta que en realidad ellos, nuestros educadores, siempre habían
estado ahí, perdidos en una dimensión de nuestras mentes o de nuestras almas
que desconocíamos y que ahora hemos recuperado. Gracias todos por la lección de
humanidad que el domingo nos dieron.
Dejé de sentirme huérfano de
Campillos por el cariño que todos los asistentes al acto nos manifestasteis.
Perdí la cuenta de cuántos de vosotros os acercasteis a nosotros a comentarnos
lo mucho que os habíais emocionado, lo mucho que para vosotros había significado
este homenaje y este reencuentro. E incluyo también a todos ellos que no
pudisteis venir y que nos habéis escrito para mandarnos vuestro apoyo y vuestro
cariño.
Dejé de sentirme huérfano de
Campillos al comprobar cómo se ha ido consolidando la amistad, el cariño
profundo y sincero y la hermandad de mis amigos del internado y que comenzó
hace ya treinta y ocho años. El pasado
verano la retomamos. Y ahí continúa creciendo y fortaleciéndose día a
día y en cada reencuentro, ampliada
también a nuevos compañeros como Pedro Moya que tanto nos ha ayudado, y a sus
familias que ahora también forman parte inseparable de mi vida.
Dejé de sentirme huérfano de
Campillos al comprobar la grandeza de corazón de un grupo de alumnos antiguos
externos del colegio, que fueron los auténticos
promotores del homenaje. Cómo uno de ellos me confesó, “tenía algo que
me corroía por dentro por no poder agradecer a don José la educación recibida”.
Es cierto que en el colegio los externos y los internos estábamos separados por
una línea imaginaria e invisible que no cruzábamos. Y aunque tuve amigos entre
los chavales externos, ahora me avergüenzo, no del hecho en sí de que existiera
dicha línea (yo no la tracé) , sino de no haberla cruzado más veces. Antonio
Ortiz, Antonio Romero, Antonio José, Cristóbal, Cesáreo, José Manuel y Joaquín.: sois grandes y ha sido un
privilegio trabajar a vuestro lado estos meses. Decía en mi intervención que la grandeza del corazón de
un hombre puede medirse en función de la gratitud que siente por las personas
que por él algo hicieron. Sois el mejor ejemplo de ello.
Y por último, el domingo dejé de
sentirme huérfano de Campillos porque comprendí que el colegio y sus gentes,
con sus defectos y virtudes, ha estado siempre ahí. Tal vez no supe buscarlo o
tal vez fue necesario que se aunaran, que se unieran muchas voluntades para
reencontrarlo.
Gracias en nombre de todos los
miembros de la comisión y en el mío propio por vuestro apoyo y cariño. Sin
vosotros el homenaje no hubiera sido posible.
Que la vida os sea propicia.
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