Sé que a veces soy un poco frío, me cuesta la vida misma exteriorizar mis emociones. Una buena amiga me descubrió que es esa la razón por la que escribo. Pongo en negro sobre blanco mis sentimientos, lo que a veces de otra forma no sé o no puedo expresar. Siempre que algún acontecimiento me agrada o me desagrada de forma significativa y me toca el corazón acabo sentado con un montón de notas emborronadas de forma apresurada y con la pantalla en blanco de mi ordenador esperado a que vomite sobre ella todas esas ideas aparentemente inconexas que me atormentan y que finalmente se configuran en forma de una casi confesión. (Huérfanos de Campillos)

miércoles, 14 de marzo de 2012

Las Pascuas de los niños malos. Un cuento de navidad campillero.




Los viajes son en la juventud una parte de educación y, en la vejez, una parte de experiencia.


Francis Bacon

Que a Campillos iban los malos estudiantes y los niños malos no era ningún secreto. Lo que sucede es que (al menos en mi caso) no solía pensar mucho en ello. Me refiero al hecho en sí de que yo pudiera ser un niño malo. Te mandaban a Campillos y creo en tu subconsciente asumías tu nuevo estatus juvenil de enfant terrible automáticamente La primera vez que caí en ello y reflexioné sobre la cuestión (en la medida en la que un chaval de 12 años puede reflexionar) fue cuando a punto de cumplir los 13 años, en 7º de básica, me enteré de que mi abuela Antonia, viuda y septuagenaria ella, había estado a punto de romperle la crisma a bolsazos a otro anciano que la rondaba y que había osado decir que si habían mandado a Campillos a su nieto Fernando sería porque yo era un gamberrete.

Me contaba mi tía Nati (su hija, hermana de mi padre) que entró en su casa gritando como sólo sabía gritar mi yeya Antonia:

- ¡Ese hijo de puta!. ¡Decir que mi Fernandito es un gamberro!. ¡Si vuelve a venir por aquí se va a enterar ! Por cierto que un año antes había sido mi padre el objeto de su cólera al saber que me mandaban a Campillos- Las abuelas. ¡Qué os voy a contar!.

La verdad es que según iba avanzando en el análisis de la cuestión iba creciendo en mí una especie de desasosiego cuyo origen estaba en el hecho de que a pesar de estar en un colegio supuestamente para niños malos, yo no tenía mal comportamiento. Creo que la mayor maldad que yo había hecho en el colegio hasta entonces era el haber meado en el patio contra la tapia del cine en vez de ir hasta las letrinas. ¡Joder! Es que las letrinas estaban muy lejos y si ibas y venías desde el cine a las letrinas a mear en medio de una película te perdías un buen rato. Recuerdo que estaba meando tan a gusto cuando sentí una presencia a mis espaldas. Era Frasquito, el señor Paco quien se ocupaba del mantenimiento y de las mil chapuzas que salían en el colegio, que me había visto salir del cine y encaminarme a la tapia para aliviarme. Ni os cuento la bronca que me pegó. Pero bueno, no llegó la sangre al rio. Que por cierto, y ahora que caigo, uno de los miembros del grupo “Campillos” que estaba conmigo fue testigo de los hechos. Por aquello de que “picha española no mea sola” (bueno en mi caso y por la edad que tenía, más bien pichilla) se vino conmigo y antes de ponerse a mear vio cómo llegaba Frasquito, algo de lo que yo ni me cosqué mientras meaba, y en vez de avisarme se quedó calladito el muy cabroncete para posteriormente pasarse un par de días riéndose de mí. En fin………………

El dilema que me agobiaba se veía además agravado por un hecho no tenía remedio. Mi cara. Tenía una carita de niño bueno que tiraba de espaldas. Mis mofletes eran objeto de deseo de todas las señoras gordas y otras morsas con las caras llenas de verrugas que se cruzaban en el entonces todavía corto camino de mi vida. Eso de que la cara es el espejo del alma en mi caso era demoledoramente cierto y para ser sincero no contribuía mucho a mis denodados (e infructuosos debo añadir) esfuerzos para parecer un duro chaval del colegio San José ante los adultos y demás amistades ajenas al colegio. No, no era nada fácil. Porque además estaba el problema de la no impunidad de la maldad dentro del colegio. Dicho de otra forma: si hacías algo muy gordo y te pillaban te metían un parte que no veías la calle en un mes. Los inspectores se encargaban de ello y creo que disfrutaban al ver cómo nos acojonábamos cuando sacaban aquellas libretillas que llevaban en el bolsillo de la camisa junto al paquete de Ducados. Tengo también el recuerdo, ya algo difuminado por el tiempo, de que existían unos blocks de partes, verdes rojos y azules, según la gravedad del delito. Supongo que, mis ahora buenos amigos, Francisco Herrera, José Peral o José María Gallardo nos lo podrán aclarar. Sobre todo porque a alguno de ellos le gustaba fingir que hacía uso de los partes con frecuencia en los estudios. ¿Adivináis quién?. La verdad es que cuando levantabas la cabeza del libro y veías al inspector bolígrafo en mano sobre la famosa libretilla mientras te miraba con seriedad acojonaba. Y acojonaba mucho. Luego te enterabas de que en realidad lo que estaba haciendo era rellenar la quiniela y te cabreabas por el mal rato que habías pasado.

En resumidas cuentas: que quería hacer honor a la fama de los alumnos del colegio San José y no lo conseguía, bien por miedo a que me castigaran bien por el hecho de que nadie daba crédito a mi pretendida maldad. Estaba bastante claro que si iba a hacer alguna trastada tendría que ser fuera del colegio, lejos de los partes de los inspectores y de los largos fines de semana castigado. Que mi padre me echara una bronca o me diera una zurra eran riesgos asumibles. Pero quedarme en el colegio unos pocos fines de semana no me hacía la menor gracia. Ponderando estas cuestiones se me iluminó la mente: se acercaba la navidad, la época del año de las buenas intenciones durante la cual los corazones de los padres cabreados se ablandaban notablemente. Si iba a hacer algo ese era el momento adecuado. Y si tenía que ser fuera del colegio sólo tenía una opción: habría de ser durante el viaje de Campillos a Málaga fuera del control tanto del colegio como de mi padre. Entonces comencé a urdir un plan infalible.

La llegada de la navidad en el colegio era especial. He de admitir que incluso un lugar tan gris como aquél se iluminaba por la ilusión de los chavales que allí estábamos internos. Había una serie de ritos, de costumbres que se repetían de forma espontánea año tras año y que delataban nuestra ansiedad por la llegada de las fiestas. El fin de semana anterior a las vacaciones de navidad no había salida para nadie. Nos quedábamos todos en el colegio se supone que para estudiar y preparar los exámenes de la primera evaluación y aprovechábamos esa circunstancia para celebrar la navidad a nuestra manera. El primer síntoma de que se acercaban las fiestas era ese villancico, horroroso por cierto, que decía “abajaban los pastores por el cerro de Belén” y que como borregos coreábamos todos en los patios al salir de cenar la noche del domingo previo a las vacaciones. De niños, durante ese fin de semana, lo pasábamos viendo pelis en el cine del colegio (el sábado por la mañana, sábado por la tarde y domingo después de comer hasta la hora del estudio), jugando al pincho al fondo del campo de deportes y si había estudios para preparar los exámenes, haciendo cadenetas de papel con las que luego decorábamos las clases. A veces cuando don José Macías (o algún jefe de estudios) las veía se cogía unos cabreos de espanto y nos obligaba a quitarlas. Recuerdo con nitidez que eso ocurrió en un par de ocasiones al menos. Supongo que nuestras cadenetas alegraban demasiado el aspecto sobrio que debían presentar aquellas aulas en las que se impartía docencia según el sistema educativo inventado por don José Macías y que tan bien nos fue a muchos de nosotros. Y también recuerdo el frio que hacía en Campillos. En aquello días de diciembre siempre había hielo en las barandillas metálicas que rodeaban los campos de deporte y se helaban también los sempiternos charcos que había delante del pabellón de las clases de los pequeños. Nos divertíamos rompiendo la placa de hielo a pedradas.

El domingo por la mañana después de desayunar chocolate, pan frito o paté con pan nos dejaban dar una vuelta por el pueblo y aprovechábamos para aprovisionarnos de pipas en el Quiosco Bernabeu para la peli de la tarde. Los chicos más mayores se quedaban a comer en el pueblo y después se iban al bar Reyes a tomar café y copas. Si estaban bien de dinero acababan la tarde en la güisquería o en el otro pub que había en el pueblo. Nosotros a comer al colegio. Sopa de picadillo, filetes y fruta. Y luego al cine con nuestro cargamento de pipas. Veíamos la película ilusionados con la perspectiva de irnos de vacaciones en unos pocos días. Aunque en aquel mes de diciembre de 1974 mi mente más que en el hecho en sí de de las vacaciones estaba en otro lugar. Pensaba en la fuga que iba a protagonizar días después. Porque la maldad, la trastada que había ideado para cabrear a mi padre y darle un disgusto de los gordos a mi madre era una fuga. No del colegio (eso era demasiado gordo y demasiado peligroso) sino del autocar que nos llevaba a Málaga, los autocares del señor Lillo. Me escaparía del autobús y cogería el tren en la estación de Campillos con lo que llegaría a mi casa con varias horas de retraso comenzando así a forjar una reputación de niño díscolo aunque más que como niño díscolo yo me viera como un miembro de la banda de Jesse James. No era imaginación lo que me faltaba.

Había comenzado a desarrollar mi malévolo plan el fin de semana anterior en casa. Aprovechando que mis padres habían salido el sábado a cenar con unos amigos me metí en el despacho de mi padre y saqué su pequeña Olivetti de la funda verde que la protegía. Tomé una de sus cuartillas con su respetable membrete y me dispuse a copiar el texto que previamente había garabateado en un cuaderno:

“Yo Fernando García Pérez con carnet de identidad número XXXX autorizo a mi hijo Fernando José García Echegoyen” a viajar por ferrocarril de Campillos a Málaga el día XXX de 1974”

Y a continuación la firma que sabía falsificar sin mucho problema ya que era un garabato ininteligible no habiendo por tanto peligro de que mi letra infantil delatara la falsificación. Creo que tardé más de una hora en poder escribir los apenas dos renglones que ocupa la carta y le gasté a mi padre medio paquetes de cuartillas hasta que conseguí una copia decente. El motivo de tal carta era muy simple. En aquellos últimos años de la dictadura, un menor de edad necesitaba una autorización paterna para viajar solo en tren.

Y llegó por fin el gran día. Aquel 21 de diciembre de 1974, sábado para más señas, había amanecido esplendoroso. Hacía muchísimo frio a pesar del sol que lucía. El día anterior había caído una copiosa nevada en la zona de las Pedrizas y todas las cumbres del horizonte estrenaban un precioso color blanco en el cual refulgían los rayos de aquel sol del recién estrenado invierno. Yo estaba en la estación de tren de Campillos a la que había llegado a la carrera. Escabullirme de los autobuses de Lillo, el señor que tenía la concesión del servicio de autocares del colegio a Málaga y vuelta, no había sido cosa difícil. Nos pasaban lista en el primer patio y de ahí nos íbamos a la calle para montarnos en los autobuses que nos esperaban. Una vez franqueada la puerta del colegio, en vez de torcer a la derecha para coger el autobús lo hice hacia la izquierda y por un callejón salí a la Calle Real. De allí a Puerta de Teba y después por la carretera de Teba hasta que llegué al camino de la Estación. Desde la puerta del colegio calculo que unos buenos dos kilómetros y medio con la talega de ropa sucia al hombro y corriendo a saltos como una ardilla para llegar lo antes posible a la estación. El susto de aquella mañana me lo dio don José Macías que estaba sentado en el casino del pueblo leyendo el periódico y a quien pude ver a través de las cristaleras del establecimiento que daban a la calle Real. (¡ostras el Pepe! ¿Me habrá visto?)

Acojonado por el encuentro y casi sin resuello llegué a la estación de Campillos que estaba prácticamente vacía. Las pocas personas que esperaban al tren se encontraban dentro del edificio, en el vestíbulo junto a la taquilla. Hacía demasiado frío en el andén como para estar fuera esperando. Eran aproximadamente las diez y media de la mañana. El anciano empleado que vendía los billetes me dijo que el ferrobús que iba a Bobadilla para enlazar con el correo de Málaga llegaba con algo de retraso debido a la nevada.

- Ten en cuenta –me comentó- que el ferrobús viene de Algeciras y de Ronda y la sierra debe estar regular nada más por la nieve.

Algo preocupado ante la perspectiva de perder el tren de Málaga pregunté:

- ¿Oiga y si se retrasa mucho y se va el tren de Málaga.?
El viejo levantó la cabeza de su taco de billetes amarillos y sonriendo me contestó:
- No hombre no, es un enlace oficial. El correo no se puede ir hasta que no llegue el ferrobús y se trasborden las sacas de correo. – y rápidamente añadió con es acento que todos conocéis y que es tan típico de Campillos , ¿eres del colegioooooo?

Para mayor seguridad saqué el billete completo desde Campillos a Málaga y decidí salir del vestíbulo de la estación. Quería disfrutar del frio invernal (navideño) y respirar aquel aire limpio, helado sintiendo esa sensación que me era tan nueva y que no era más que la sensación de la libertad. Fui enormemente feliz en aquellos instantes que llevo grabados en mi corazón como un preciado tesoro. Había incluso resuelto el tema de las provisiones por si el viaje se alargaba mucho. Me quedaban unas perras para comprarme una coca cola o algún refresco. Comida ya llevaba. Había que ser previsor y aquella mañana me había sacado dos trozos de pan del desayuno. Como acompañamiento llevaba medio paquete de pipas del domingo.

No tardó mucho el ferrobús en llegar. ¿Os acordáis de los ferrobuses? Aquella especie de híbrido entre tren y autobús, formados normalmente por dos coches y que durante muchos años constituyeron el principal y más seguro medio de transporte entre pueblos vecinos en la Andalucía rural de los años 70. Cuando se abrían las puertas de los coches era un auténtico espectáculo ver cómo casi escupían su cargamento humano. Soldados y marineros de permiso, monjitas y curas, ancianos ya jubilados, amas de casa cargadas de bultos, estudiantes y por supuesto casi nunca faltaba la omnipresente pareja de la Guardia Civil, a veces con sus mosquetones al hombro. La gente solía decir que su presencia infundía tranquilidad. A mí lo único que me infundían era miedo. Aquellos tipos bigotudos, adustos, silenciosos, con aquel aspecto tan siniestro que les confería el capote y el tricornio me daban pánico. Ya de mayor fui conociendo y respetando su trabajo, pero en aquellos tiempos de la niñez………………acojonaban.

De un saltó me subía al ferrobús y eché un vistazo a izquierda y derecha. No cabía un alma, el coche estaba abarrotado y el estrecho pasillo entre las dos hileras de bancos estaba ocupado por maletas, macutos militares y un sinfín de bultos que no cabían en los portaequipajes ubicados sobre los asientos. Y todo envuelto en una densa atmósfera de humo que casi se podía cortar. Cómo apestaba aquello. Olía a tabaco (lo de la ley antitabaco por aquel entonces poco menos que ciencia ficción) a colonia barata, a sudor y al cuero de los correajes de los soldados. A gasoil, desinfectante y a humanidad. A las rosquillas fritas y a la canela de los mantecados caseros. Recordándolo ahora desde este aséptico mundo que nos estamos fabricando, no puedo menos que pensar que aquellos coches olían a vida.

Tal y como me temía en la parte delantera del coche estaba la parejita de civiles escudriñándolo todo, amenazadores y ceñudos. Qué temblores me entraron en las piernas. Una cosa era falsificar una autorización paterna en la calidez de tu casa y otra muy distinta sentir que la llevabas en el bolsillo y que tal vez tuvieras que hacer uso de la misma en presencia de la Guardia Civil. Ya me veía detenido y en un calabozo del puesto de Campìllos. En la parte trasera del coche había un grupo de soldados montando una algarabía navideña estupenda. Cantaban villancicos y eran secundados por muchos de los viajeros del coche. Decidí que lo más sano para mí en aquellos momentos era irme con los soldados, bien lejos de los civiles y del calabozo. Supongo que un chaval viajando solo (y con esa cara de niño asustado que yo debía de tener en aquellos momentos) les debió de hacer gracia y decidieron adoptarme. De un empujón me sentaron encima de un macuto y me obligaron a beber de una botella de Anís del Mono que llevaban. Uno de los más serios dijo:

- ¡Coño, no le deis aguardiente al niño!- A lo que respondieron con un rosario de improperios cuarteleros que me parecieron de lo más edificante.

Y qué rico me supo aquel anís. Eso sí, después de toser hasta casi ahogarme. Además pensé “eso, encima llego a casa apestando a alcohol y se monta todavía más gorda.”El plan me estaba saliendo redondo, como nunca lo hubiera imaginado. Me sentía como en una película de Frank Capra. Los veinte minutos largos que tardaba en el tren en llegar a Bobadilla se me pasaron en un momento. Dos de los soldados iban uniformados con unos curiosos uniformes azules que yo nunca había visto. Me contaron que eran zapadores ferroviarios, que prácticamente hacían la mili en los trenes y que cuando terminaban se colocaban en la RENFE. Ignoro si todavía existirán los zapadores ferroviarios. Durante los muchos años que posteriormente pasé viajando en ferrocarril, su presencia era habitual en los trenes.

Bobadilla, la estación de Bobadilla, me pareció otro lugar prodigioso. En la actualidad suelo pasar con frecuencia por allí por cuestiones laborales y no puedo menos que sentir algo de tristeza al ver ese pueblecito y la barriada de la estación con sus calles casi siempre vacías. En aquella época Bobadilla rebosaba vida. Era uno de los nudos ferroviarios más importantes de Andalucía y vivían allí cientos de trabajadores de RENFE con sus familias. Miles de viajeros poblaban de forma continua la estación esperando sus enlaces, embarcando y desembarcando de los distintos convoyes, fumando en los andenes, esperando y viendo la vida pasar. A mí, desde mi perspectiva infantil, lo que más me llamó la atención fue un pobre loco astroso que llevaba una vieja gorra de jefe de estación y un abrigo azul que le venía grande lleno de medallitas, insignias y chapas diversas. Cuando pasaban los trenes se cuadraba y los saludaba marcialmente. Supongo que ya habrá fallecido. Lo veía allí de forma habitual durante los siete largos años que pasé interno en el colegio.

No quisiera aburriros con tantos detalles pero recuerdo con mucha intensidad aquellas horas de mi “fuga” y del que fue mi primer viaje solo, lo que me empuja a ser prolijo. El mismo finalizó con la llegada a Málaga a eso de las 14: 30 de la tarde del 21 de diciembre de 1974. El tren tardó cuatro horas en recorrer los 70 kilómetros de vía férrea que hay de Campillos a Málaga. Miré mi reloj infantil al salir de la estación de Málaga y pensé que de haberme ido en el autobús de Lillo habría llegado a Málaga a eso de las 11:30, tres horas antes. En casa estarían preocupados y se iba a formar la gorda. Y la verdad es que no me preocupó mucho. Mientras lo planificaba no dejaba de pensar en que aunque me saliera con la mía, la reacción de mi padre, aunque asumible tal y como dije antes, podía ser bastante desagradable lo cual me preocupaba. Sin embargo, en aquellos momentos, la experiencia que acababa de vivir había ampliado hasta tal punto los horizontes de mi vida y había alimentado de tal forma mi espíritu que las consecuencias de mi travesura me traían al fresco. Qué rato tan maravilloso, Recordándolo ahora en retrospectiva entiendo perfectamente aquellas palabras que don Antonio Machado dejó escritas antes de fallecer y que hablaban de “Estos días azules y este sol de la infancia”. Por mi profesión y por mis actividades he realizado a lo largo de mi vida infinidad de viajes algunos apasionantes, os lo aseguro. Pero ninguno de ellos lo recuerdo tan luminoso, tan entrañable, tan querido como aquel sencillo viaje en tren de Campillos a Málaga. Yo tenía 12 años. Era navidad, hacía frío y todo era tan fácil……………………………………………………………………………………….
Abro con cuidado la puerta de mi casa. La comida de mi madre huele de maravilla y a pesar de que en el tren me he comido las pipas y los dos chuscos de pan del desayuno me doy cuenta del hambre que tengo. Me encamino a la sala de estar en la que mi padre está sentado en su sillón leyendo la prensa. Mi madre me oye y me estampa dos sonoros besos en las mejillas y comenta lo bien que estoy. Una lucecita de alarma se enciende en mi mente. Pienso – está muy contenta-, algo pasa-.

Mi padre, como de costumbre, casi ni me hace caso. Levanta la vista del periódico y me dice:

- ¡Hombre! Vaya rollo de viaje ¿no? Pero ya estás aquí. ¿Y las notas? Y casi sin esperar mi respuesta se vuelve a enfrascar en la lectura de su periódico.
Ahora estoy definitivamente desconcertado. Algo muy raro pasa. Me he retrasado más de tres horas en llegar y sin que ellos tuvieran noticias de mi paradero y no me hacen ni caso. Entonces estallo:

- Qué sepáis que me he escapado del autobús de Lillo porque estaba ya harto de esa mierda de autobuses y me he venido yo solo en el tren. Y además que sepáis que en el tren unos soldados me han dado de beber…
Pero mi padre no me deja terminar la frase.
- ¡¡Pero hijo tú estás tonto o que leches te pasa!! Nos llamaron a media mañana de la oficina del señor Lillo y nos dijeron que el autobús se había estropeado en las Pedrizas y que ibais a tardar porque tenía que ir otro autobús de Málaga a buscaros. No sé por qué coño tienes que inventarte esas pamplinas. ¡¡Anda, ve a lavarte que vamos a comer!!

Con la moral por los suelos me dirijo al baño. ¡Impresionante! Para una vez que me fugo se estropea la mierda del autobús de Lillo. Voy por el pasillo arrastrando los pies mientras que a mi alrededor brinca mi hermana Pili, rubita, con cinco años, preciosa, haciéndome todas las monerías que sabe para que le haga caso. En la lejanía al fondo del pasillo oigo a mi padre que con acritud le comenta a mi madre:
- Chati, o este niño deja de leer tantas novelas de barcos y de islas del tesoro o no vamos a hacer carrera con él. Hay que ver las pamplinas que se inventa………
Mi hermana me sonríe y me devuelve la alegría. Entonces pienso: “que se vayan a la mierda. Este será siempre mi viaje y ellos nunca lo sabrán”. Creo que nunca más intenté ser un niño malo.
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Queridos amigos del Colegio San José de Campillos amigas de la Milagrosa:
Estas navidades levantaré mi copa y brindaré por vosotros y por vuestro viaje,
Por mi viaje,
Por el viaje de estas navidades. Para que nos sea leve y propicio y para que nunca se caigan de nuestros equipajes los recuerdos de nuestra infancia.


FELIZ NAVIDAD, BESOS Y ABRAZOS.


Fernando

























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