A pesar de que en ocasiones
presumo de tener una profesión por lo general muy interesante, he de admitir
que a veces y en determinadas ocasiones mi trabajo puede llegar a ser aburrido,
muy aburrido. No todo es investigar hundimientos de barcos o fraudes
millonarios. Los hechos que voy a relatar sucedieron en el verano de 1993. Yo
tenía 31 años y fue esta una de esas aburridas ocasiones a las que me acabo de
referir. Un cliente, la aseguradora “La Unión y el Fénix Español, (¿la
recordáis?) había llamado la tarde anterior a mi despacho para requerir mis
servicios ya que según un telex que acababan de recibir de un importador de
azúcar, un cargamento de unas 8.000 toneladas
de este producto que debía ser descargado en el puerto de Motril al día
siguiente venía con algún tipo de
contaminación en las bodegas del barco. Debía personarme a bordo del buque en
cuestión y estar presente durante toda la descarga de la mercancía hasta
determinar el origen de la contaminación y la extensión del daño. En pocas
palabras: un verdadero coñazo. Había que estar en las escotillas de las bodegas
del buque verificando el estado de las izadas de sacos de azúcar, fotografiar
los dañados y tomar muestras de los
mismos. Un trabajo pesadísimo y que para colmo duraba varios días.
Recuerdo que el buque en cuestión
se llamaba Admiral Anichkow y además era uno de los buques escuela que la
marina mercante rusa tenía en servicio. Los aseguradores estaban muy escamados
con los buques rusos. Además de que por su lamentable estado causaran daños a
las mercancías que transportaban, la terrible crisis económica que se estaba
viviendo en la antigua unión soviética hacía que muchas veces los tripulantes
de los buques vendieran en los puertos de descarga los más insospechados
artículos. En una ocasión me llegaron a ofrecer (por dos gordas además) la hoz
y el martillo de bronce que adornaban el frontal de la superestructura del
buque. Hoy me arrepiento de no haberlo comprado. Te vendían uniformes, gorras,
insignias, instrumentos de navegación, cartas náuticas, vodka y caviar
(productos estos últimos que les
compraba con frecuencia y a precios de risa). Recuerdo que una vez, en Las
Palmas, conseguí del capitán de un viejo mercantón soviético unos
estupendos prismáticos que le cambié por una botella de brandy Fundador y unas cuantas latas de conservas. La necesidad
acuciaba a aquellas personas y les obligaba a deshacerse de algunos de los efectos
habituales en un buque. Y cómo no de la carga también. En cuanto te descuidabas
habían “colocado” un par de sacos de azúcar de los que transportaban (a cuenta de los aseguradores por supuesto).
Una de las anécdotas más divertidas que recuerdo de estas ventas es la de las
ardillas. Durante algún tiempo estuve
controlando para una compañía aseguradora la descarga de madera procedente de
Rusia. La madera venía aserrada en tablones que se flejaban en
paquetes de forma rectangular. Y en las oquedades que quedaban en los
paquetes se escondían ardillas que quedaban aletargadas en su hibernación.
Cuando los barcos llegaban a las cálidas aguas mediterráneas las ardillas
despertaban y al abrir las tapas de escotilla en el puerto de Málaga aquello era un festival de saltos por toda la
bodega del buque. Los animalillos desorientados saltaban de paquete en paquete
de madera hasta que eran capturados por
algún tripulante que no tardaba ni cinco
minutos en vendérselas a los estibadores
por cuatro cuartos.
Los buques mercantes son
descargados en los puertos por los estibadores en un horario que va de 8:00 a
12:00 de la mañana, una parada de dos horas para comer y vuelta a empezar de
14:00 a 18:00. En caso de urgencia se suelen hacer jornadas intensivas sin
paradas, cambiando únicamente las manos (los equipos) de estibadores. Pero en
el caso del Admiral Anichkow no había
ninguna prisa. Se iba a descargar en horario normal lo que a un ritmo de 2.000
toneladas de azúcar diarias significaba que me iba a tener que tirar en el
puerto de Motril cuatro interminables y calurosos días de trabajo. No os podéis
hacer una idea del calor que puede llegar a hacer en verano trabajando sobre la
cubierta recalentada de un viejo carguero. En fin…..
El trabajar en Motril tenía sin embargo
un aliciente; en Varadero, la barrida
aneja al puerto, había varios restaurantes en los que servían un pescado frito
y unos guisos marineros que estaban
riquísimos lo cual a mí, que soy comilón casi por religión, me llenaba
de felicidad. El pensamiento en la hora
de la comida y en el pescado que me esperaba hacía mucho más llevaderas aquellas
largas horas de aburrido trabajo. Y sucedió en el descanso de aquella primera
jornada de descarga del buque. Me encaminé hacia uno de aquellos restaurantes cansado
y acalorado pero feliz con la perspectiva de un buen almuerzo. Un par de vasos
de gazpacho casi helado, ensalada, una fuente de fritura variada y unas cuantas
cervezas hicieron de mí un hombre nuevo. Me había sentado en la terraza de un
restaurante frente al puerto, a la altura de los tinglados en los que se estaba
almacenando el azúcar. De esa forma podía observar la zona de trabajo mientras
comía (maldita deformación profesional). El azúcar ensacado es una mercancía
cara y no me fiaba un pelo ni de los marinos rusos ni de los estibadores
españoles. Apuré el último trago de cerveza, encendí uno de mis amados Ducados
e hice una seña al camarero para que me sirviera un café. Miré el reloj y
comprobé que todavía no era la una de la tarde. Me quedaba algo más de una hora
de relax antes de que comenzara de nuevo el tedioso trabajo. Y de repente
reparé en un curioso personaje, un anciano algo desaliñado, que me observaba
con curiosidad. O mejor dicho observaba mi mesa. Sobre la misma había
depositado mi cámara de fotos, el cuaderno de notas, el tabaco y mi móvil, uno
de aquellos MOTOROLA de color gris grandes y pesados, con aspecto de ladrillo.
Había visto al viejo en otras
ocasiones por allí por lo que supuse que se trataba de algún vecino del barrio.
Debía rondar los 80 años, delgado y enjuto, con un bigotillo gris y recto de
aquellos que estuvieron tan de moda durante los años de la dictadura. Iba mal
afeitado, llevaba unas gafas de pasta
negra y vestía una amplia guayabera blanca, pantalón gris bastante arrugado y
unas zapatillas de lona blancas. El clásico viejecito que se ve deambulando por
las calles de tantos pueblos andaluces y en el que casi nunca reparas. Estaba
en la acera justo al lado de la terraza del restaurante en la que me hallaba
sentado, de pie con las manos a la espalda y miraba entrecerrando los ojos, tal y como he
dicho, a mi mesa. Cuando se percató de que yo le estaba mirando sonrió y se
acercó ufano a mi mesa:
-
Perdone que le moleste joven, pero eso que tiene
ahí ¿es un radiotransmisor o un teléfono celular? – dijo señalando al MOTOROLA.
Me quedé perplejo por la forma en
la que formuló su pregunta. El tono de su voz y el vocabulario que empleó no se
correspondían con su aspecto físico ni con su edad. Por aquel entonces en
España nadie llamaba a un teléfono móvil teléfono celular. Yo sabía que el
nombre técnico de estos chismes era ese por algún viaje de trabajo que había
hecho a Estados Unidos, pero lo cierto es que no se trataba de una expresión
que se utilizara en España.
-
Es un móvil, un teléfono celular efectivamente –
le conteste mientras se lo alargaba con mi mano para que pudiera observarlo de
cerca.
-
¡Qué maravilla! –exclamo mientras lo examinaba
con suma atención. Abrió la tapa en la que se encontraba el micro y que
protegía al teclado. Sacó la antena, observó con detenimiento la pantalla del móvil. Parecía fascinado.
-
¿Sabe usted?, hoy en día ya hay teléfonos que
funcionan vía satélite. Fíjese –dijo al tiempo que señalaba con el dedo al
Admiral Anichkow- ¿Ve aquella esfera que tiene ese barco? Pues eso es para la
comunicación vía satélite.
-
Si lo sé –le contesté sonriendo- Soy marino y
conozco esos equipos.
-
¿Marino eh?. Yo soy ingeniero electrónico. De
los primeros que hubo en España. ¿Ve usted aquella antena? Pues ahí vivo yo.
Esa es la antena de mi equipo de comunicaciones.
Miré hacia donde señalaba el
anciano y sobre los tejados del barrio de pescadores sobresalía una altísima
antena decamétrica sostenida por varios vientos. De repente aquel tipo me
pareció una persona de lo más interesante. Le pedí que se sentara a tomarse un
café conmigo pero declinó mi invitación:
-
No, se lo agradezco pero no puedo. El cartero ya
ha debido de pasar por casa y estoy esperando varias cartas importantes. Muchas
gracias por haberme mostrado su teléfono. Encantado de conocerle.
-
Ha sido un placer señor –le conteste- Hasta otro
día.
El viejo se dio la vuelta y
observé cómo seguía su camino arrastrando los pies. Suspiré
mientras sacaba mi cartera para pagar la cuenta que me acababan de traer cuando
la voz de aquel anciano me sobresaltó:
-
Oiga joven, ¿Tiene usted prisa?
-
Hasta las dos estoy libre – le contesté elevando
algo la voz pues ya se había alejado unos cuantos metros calle abajo.
-
Pues véngase. Le voy a enseñar algo que le va a
gustar seguro. Una estación de morse de los años 20 perteneciente a un vapor
inglés. La tengo restaurada e instalada en mi casa.
-
¿Operativa? – pregunté asombrado.
-
No hombre, no. ¡Pero podría estarlo!. La restauré
yo mismo.
Arrojé sobre la mesa un billete
para pagar la comida, me levanté de un salto y me dispuse a acompañar a aquel extraño personaje hasta su casa. Soy
por naturaleza curioso y la verdad que
la aparición del viejo estaba dando algo de color a aquel tedioso día de
verano. Camino de su casa se presentó y nos dimos un apretón de manos. Lamento
decir que ya no recuerdo su nombre.
No os podéis hacer una idea de la
impresión que me causó la sala de trabajo, de comunicaciones o de la forma que
queráis llamarlo, de aquel anciano. En
una especie de ático anexo a su vivienda, al que se accedía por una escalera
desde un patio interior, había instalados tal número de equipos de comunicaciones
y de emisoras que aquello parecía una sucursal de la NASA. Impresionante.
-
Ahí la tiene – me dijo señalando a un rincón en
el que se podía ver el pupitre de madera de una vieja estación morse. Tenía una
placa de bronce en la que se leía la palabra:
MARCONI.
-
Qué preciosidad - comenté – Hice un ademán de acercarme a ver
la emisora pero me detuve esperando a que el anciano me diera su permiso para
continuar.
-
¡Por favor! – exclamó- está usted en su casa.
Enseguida estoy con usted, déjeme que compruebe lo que me ha llegado.
Me chocaba la forma en la que se
expresaba. No coincidía con su aspecto desaliñado y humilde. Antes de subir, el viejo había recogido del portalillo de su
vivienda un abultado paquete de cartas que tenían en su mayor parte sellos y
remitentes internacionales y mientras yo me encaminaba hacia el rincón en el
que estaba instalada la emisora él las
repasaba con mucho interés.
La emisora era efectivamente
preciosa. Pero mucho más precioso me pareció lo que sobre la misma había.
Dispuesta en varias hileras en la pared había una colección de fotos en blanco
y negro con lo que parecían distintos momentos en la vida de aquel hombre. Se
le veía en distintos lugares, distintos países y en las más variadas situaciones. La primeras
estaban tomadas en París y en las mismas aparecía hecho un chaval. Me explicó
que eran fotos de su época universitaria y que había estudiado la carrera en la
capital de Francia. Había una interesantísima
en la que se le veía muy joven, con un salacot y un mono en sus brazos
delante de lo que podía ser la estructura de algún tipo de antena. Más tarde me
explicaría que la foto había sido tomada en Guinea Ecuatorial poco después de
la Guerra Civil Española. Otra estaba sin duda tomada el Sáhara Español. El
viejo aparecía rodeado por un grupo de legionarios y de saharauis. Cada foto me
parecía más curiosa que la anterior, más interesante. Aquellas imágenes, que
parecían mirarme desde el pasado, hablaban de una vida intensa, viajera y
aventurera. Su condición de ingeniero especializado en algo tan raro en España
como la electrónica le había hecho viajar por medio mundo enviado a diversas
misiones por el Estado.
La última foto de la colección no
parecía en principio tan interesante como las demás. Estaba tomada dentro de
algo parecido a una tienda de campaña y en la misma se podía ver al viejo acompañado
de tres militares que posaban sonrientes para la cámara. Me acerqué a la foto y de momento identifiqué a dos
oficiales de la Marina de los Estados Unidos. El tercer militar era también
estadounidense y juraría que era un oficial de la fuerza aérea de los Estados
Unidos.
El viejo seguía revisando su
correspondencia. De los sobres sacaba una especie de tarjetitas con algo
parecido a anagramas en color y que le causaban no poco alborozo.
-
Fíjese –comentó- esta es de un radioaficionado
brasileño con el que hablé el otro día.
-
Oiga, esta foto está tomada en Estados Unidos
¿no? –pregunté mientras seguía examinando la última foto de la colección.
El anciano levantó la cabeza
distraídamente de sus cartas y tarjetas coloreadas y comentó
despreocupadamente:
-
No. Está tomada en Palomares, en Almería. Fue
cuando cayeron las bombas atómicas.
-
¿Perdón? – pregunté incrédulo.
-
Si hombre. Habrá usted oído lo de las cinco
bombas atómicas que cayeron de un avión americano en Almería ¿no?
-
Claro- respondí casi sin habla- ¿Es que participó usted en su desactivación?
-
No hombre, no. Participé en calidad de
observador enviado por el gobierno español. Yo entonces estaba trabajando en
unas obras en la sierra de los Filabres y cuando se produjo el accidente me
mandaron allí pero únicamente como observador. Como es lógico los americanos no
nos dejaron hacer nada. Aunque me acabé haciendo amigo de todos ellos.
El anciano me contó algunas cosas más sobre el
accidente y sobre aquellos terribles días. Por desgracia no tomé notas y he
olvidado la mayor parte de los detalles que me refirió. Tal vez era demasiado
joven para darme cuenta de la importancia de lo que me estaban contando o tal
vez estaba demasiado alucinado con aquella historia. Pero lo que no se me ha
olvidado es que durante unos minutos toqué la historia, me sentí muy cerca de
unos acontecimientos de los que había oído hablar por televisión o que había
leído en los libros de historia. Así como tampoco olvidé la conclusión o, si se
me permite, la moraleja de esta historia.
En este país todos tenemos mucho que decir, mucho que contar. Esos ancianos que vemos en las plazas de los
pueblos de Andalucía vivieron casi todos ellos los atroces años de la Guerra
Civil, la posguerra y el lacerante silencio impuesto por la dictadura. Todos
tienen mucho que decir, mucho que contar. Es deber nuestro escuchar esas
historias y transmitirlas para conservarlas. Incluso aquellas que os parezcan
triviales, carentes de importancia. Son nuestro pasado, la memoria viva de
nuestros mayores.
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