Sé que a veces soy un poco frío, me cuesta la vida misma exteriorizar mis emociones. Una buena amiga me descubrió que es esa la razón por la que escribo. Pongo en negro sobre blanco mis sentimientos, lo que a veces de otra forma no sé o no puedo expresar. Siempre que algún acontecimiento me agrada o me desagrada de forma significativa y me toca el corazón acabo sentado con un montón de notas emborronadas de forma apresurada y con la pantalla en blanco de mi ordenador esperado a que vomite sobre ella todas esas ideas aparentemente inconexas que me atormentan y que finalmente se configuran en forma de una casi confesión. (Huérfanos de Campillos)

viernes, 16 de marzo de 2012

Aquél anciano de la bomba.


A pesar de que en ocasiones presumo de tener una profesión por lo general muy interesante, he de admitir que a veces y en determinadas ocasiones mi trabajo puede llegar a ser aburrido, muy aburrido. No todo es investigar hundimientos de barcos o fraudes millonarios. Los hechos que voy a relatar sucedieron en el verano de 1993. Yo tenía 31 años y fue esta una de esas aburridas ocasiones a las que me acabo de referir. Un cliente, la aseguradora “La Unión y el Fénix Español, (¿la recordáis?) había llamado la tarde anterior a mi despacho para requerir mis servicios ya que según un telex que acababan de recibir de un importador de azúcar, un cargamento de unas 8.000 toneladas  de este producto que debía ser descargado en el puerto de Motril al día siguiente venía con algún  tipo de contaminación en las bodegas del barco. Debía personarme a bordo del buque en cuestión y estar presente durante toda la descarga de la mercancía hasta determinar el origen de la contaminación y la extensión del daño. En pocas palabras: un verdadero coñazo. Había que estar en las escotillas de las bodegas del buque verificando el estado de las izadas de sacos de azúcar, fotografiar los dañados y  tomar muestras de los mismos. Un trabajo pesadísimo y que para colmo duraba varios días.
Recuerdo que el buque en cuestión se llamaba Admiral Anichkow y además era uno de los buques escuela que la marina mercante rusa tenía en servicio. Los aseguradores estaban muy escamados con los buques rusos. Además de que por su lamentable estado causaran daños a las mercancías que transportaban, la terrible crisis económica que se estaba viviendo en la antigua unión soviética hacía que muchas veces los tripulantes de los buques vendieran en los puertos de descarga los más insospechados artículos. En una ocasión me llegaron a ofrecer (por dos gordas además) la hoz y el martillo de bronce que adornaban el frontal de la superestructura del buque. Hoy me arrepiento de no haberlo comprado. Te vendían uniformes, gorras, insignias, instrumentos de navegación, cartas náuticas, vodka y caviar (productos estos últimos que  les compraba con frecuencia y a precios de risa). Recuerdo que una vez, en Las Palmas,  conseguí del  capitán de un viejo mercantón soviético unos estupendos prismáticos que le cambié por una botella de brandy Fundador y  unas cuantas latas de conservas. La necesidad acuciaba a aquellas personas y les obligaba a deshacerse de algunos de los efectos habituales en un buque. Y cómo no de la carga también. En cuanto te descuidabas habían “colocado” un par de sacos de azúcar de los que transportaban  (a cuenta de los aseguradores por supuesto). Una de las anécdotas más divertidas que recuerdo de estas ventas es la de las ardillas. Durante algún  tiempo estuve controlando para una compañía aseguradora la descarga de madera procedente de Rusia. La madera venía aserrada en tablones que se flejaban  en  paquetes de forma rectangular. Y en las oquedades que quedaban en los paquetes se escondían ardillas que quedaban aletargadas en su hibernación. Cuando los barcos llegaban a las cálidas aguas mediterráneas las ardillas despertaban y al abrir las tapas de escotilla en el puerto de Málaga  aquello era un festival de saltos por toda la bodega del buque. Los animalillos desorientados saltaban de paquete en paquete de madera  hasta que eran capturados por algún tripulante  que no tardaba ni cinco minutos en vendérselas  a los estibadores por cuatro cuartos.
Los buques mercantes son descargados en los puertos por los estibadores en un horario que va de 8:00 a 12:00 de la mañana, una parada de dos horas para comer y vuelta a empezar de 14:00 a 18:00. En caso de urgencia se suelen hacer jornadas intensivas sin paradas, cambiando únicamente las manos (los equipos) de estibadores. Pero en el caso del Admiral Anichkow  no había ninguna prisa. Se iba a descargar en horario normal lo que a un ritmo de 2.000 toneladas de azúcar diarias significaba que me iba a tener que tirar en el puerto de Motril cuatro interminables y calurosos días de trabajo. No os podéis hacer una idea del calor que puede llegar a hacer en verano trabajando sobre la cubierta recalentada de un viejo carguero. En fin…..
El trabajar en Motril tenía sin embargo un  aliciente; en Varadero, la barrida aneja al puerto, había varios restaurantes en los que servían un pescado frito y unos guisos marineros que estaban  riquísimos lo cual a mí, que soy comilón casi por religión, me llenaba de felicidad. El pensamiento en  la hora de la comida y en el pescado que me esperaba hacía mucho más llevaderas aquellas largas horas de aburrido trabajo. Y sucedió en el descanso de aquella primera jornada de descarga del buque. Me encaminé hacia uno de aquellos restaurantes cansado y acalorado pero feliz con la perspectiva de un buen almuerzo. Un par de vasos de gazpacho casi helado, ensalada, una fuente de fritura variada y unas cuantas cervezas hicieron de mí un hombre nuevo. Me había sentado en la terraza de un restaurante frente al puerto, a la altura de los tinglados en los que se estaba almacenando el azúcar. De esa forma podía observar la zona de trabajo mientras comía (maldita deformación profesional). El azúcar ensacado es una mercancía cara y no me fiaba un pelo ni de los marinos rusos ni de los estibadores españoles. Apuré el último trago de cerveza, encendí uno de mis amados Ducados e hice una seña al camarero para que me sirviera un café. Miré el reloj y comprobé que todavía no era la una de la tarde. Me quedaba algo más de una hora de relax antes de que comenzara de nuevo el tedioso trabajo. Y de repente reparé en un curioso personaje, un anciano algo desaliñado, que me observaba con curiosidad. O mejor dicho observaba mi mesa. Sobre la misma había depositado mi cámara de fotos, el cuaderno de notas, el tabaco y mi móvil, uno de aquellos MOTOROLA de color gris grandes y pesados, con aspecto de  ladrillo.
Había visto al viejo en otras ocasiones por allí por lo que supuse que se trataba de algún vecino del barrio. Debía rondar los 80 años, delgado y enjuto, con un bigotillo gris y recto de aquellos que estuvieron tan de moda durante los años de la dictadura. Iba mal afeitado,  llevaba unas gafas de pasta negra y vestía una amplia guayabera blanca, pantalón gris bastante arrugado y unas zapatillas de lona blancas. El clásico viejecito que se ve deambulando por las calles de tantos pueblos andaluces y en el que casi nunca reparas. Estaba en la acera justo al lado de la terraza del restaurante en la que me hallaba sentado, de pie con las manos a la espalda  y miraba entrecerrando los ojos, tal y como he dicho, a mi mesa. Cuando se percató de que yo le estaba mirando sonrió y se acercó ufano a mi mesa:
-          Perdone que le moleste joven, pero eso que tiene ahí ¿es un radiotransmisor o un teléfono celular? – dijo señalando al MOTOROLA.
Me quedé perplejo por la forma en la que formuló su pregunta. El tono de su voz y el vocabulario que empleó no se correspondían con su aspecto físico ni con su edad. Por aquel entonces en España nadie llamaba a un teléfono móvil teléfono celular. Yo sabía que el nombre técnico de estos chismes era ese por algún viaje de trabajo que había hecho a Estados Unidos, pero lo cierto es que no se trataba de una expresión que se utilizara en España.
-          Es un móvil, un teléfono celular efectivamente – le conteste mientras se lo alargaba con mi mano para que pudiera observarlo de cerca.
-          ¡Qué maravilla! –exclamo mientras lo examinaba con suma atención. Abrió la tapa en la que se encontraba el micro y que protegía al teclado. Sacó la antena, observó con detenimiento la pantalla del  móvil. Parecía fascinado.
-          ¿Sabe usted?, hoy en día ya hay teléfonos que funcionan vía satélite. Fíjese –dijo al tiempo que señalaba con el dedo al Admiral Anichkow- ¿Ve aquella esfera que tiene ese barco? Pues eso es para la comunicación vía satélite.
-          Si lo sé –le contesté sonriendo- Soy marino y conozco esos equipos.
-          ¿Marino eh?. Yo soy ingeniero electrónico. De los primeros que hubo en España. ¿Ve usted aquella antena? Pues ahí vivo yo. Esa es la antena de mi equipo de comunicaciones.
Miré hacia donde señalaba el anciano y sobre los tejados del barrio de pescadores sobresalía una altísima antena decamétrica sostenida por varios vientos. De repente aquel tipo me pareció una persona de lo más interesante. Le pedí que se sentara a tomarse un café conmigo pero declinó mi invitación:
-          No, se lo agradezco pero no puedo. El cartero ya ha debido de pasar por casa y estoy esperando varias cartas importantes. Muchas gracias por haberme mostrado su teléfono. Encantado de conocerle.
-          Ha sido un placer señor –le conteste- Hasta otro día.
El viejo se dio la vuelta y observé  cómo seguía  su camino arrastrando los pies. Suspiré mientras sacaba mi cartera para pagar la cuenta que me acababan de traer cuando la voz de aquel anciano  me sobresaltó:
-          Oiga joven, ¿Tiene usted prisa?
-          Hasta las dos estoy libre – le contesté elevando algo la voz pues ya se había alejado unos cuantos metros calle abajo.
-          Pues véngase. Le voy a enseñar algo que le va a gustar seguro. Una estación de morse de los años 20 perteneciente a un vapor inglés. La tengo restaurada e instalada en mi casa.
-          ¿Operativa? – pregunté asombrado.
-          No hombre, no. ¡Pero podría estarlo!. La restauré yo mismo.
Arrojé sobre la mesa un billete para pagar la comida, me levanté de un salto y me dispuse a acompañar  a aquel extraño personaje hasta su casa. Soy por naturaleza  curioso y la verdad que la aparición del viejo estaba dando algo de color a aquel tedioso día de verano. Camino de su casa se presentó y nos dimos un apretón de manos. Lamento decir que ya no recuerdo su nombre.
No os podéis hacer una idea de la impresión que me causó la sala de trabajo, de comunicaciones o de la forma que queráis llamarlo,  de aquel anciano. En una especie de ático anexo a su vivienda, al que se accedía por una escalera desde un patio interior, había instalados tal número de equipos de comunicaciones y de emisoras que aquello parecía una sucursal de la NASA. Impresionante.
-          Ahí la tiene – me dijo señalando a un rincón en el que se podía ver el pupitre de madera de una vieja estación morse. Tenía una placa de bronce en la que se leía la palabra:   MARCONI.
-          Qué preciosidad -  comenté – Hice un ademán de acercarme a ver la emisora pero me detuve esperando a que el anciano me diera su permiso para continuar.
-          ¡Por favor! – exclamó- está usted en su casa. Enseguida estoy con usted, déjeme que compruebe lo que me ha llegado.
Me chocaba la forma en la que se expresaba. No coincidía con su aspecto desaliñado y humilde. Antes de subir,  el viejo había recogido del portalillo de su vivienda un abultado paquete de cartas que tenían en su mayor parte sellos y remitentes internacionales y mientras yo me encaminaba hacia el rincón en el que estaba instalada la emisora  él las repasaba con mucho interés.
La emisora era efectivamente preciosa. Pero mucho más precioso me pareció lo que sobre la misma había. Dispuesta en varias hileras en la pared había una colección de fotos en blanco y negro con lo que parecían distintos momentos en la vida de aquel hombre. Se le veía en distintos lugares, distintos países y en  las más variadas situaciones. La primeras estaban tomadas en París y en las mismas aparecía hecho un chaval. Me explicó que eran fotos de su época universitaria y que había estudiado la carrera en la capital de Francia. Había una interesantísima  en la que se le veía muy joven, con un salacot y un mono en sus brazos delante de lo que podía ser la estructura de algún tipo de antena. Más tarde me explicaría que la foto había sido tomada en Guinea Ecuatorial poco después de la Guerra Civil Española. Otra estaba sin duda tomada el Sáhara Español. El viejo aparecía rodeado por un grupo de legionarios y de saharauis. Cada foto me parecía más curiosa que la anterior, más interesante. Aquellas imágenes, que parecían mirarme desde el pasado, hablaban de una vida intensa, viajera y aventurera. Su condición de ingeniero especializado en algo tan raro en España como la electrónica le había hecho viajar por medio mundo enviado a diversas misiones por el Estado.
La última foto de la colección no parecía en principio tan interesante como las demás. Estaba tomada dentro de algo parecido a una tienda de campaña y en la misma se podía ver al viejo acompañado de tres militares que posaban sonrientes para la cámara. Me acerqué  a la foto y de momento identifiqué a dos oficiales de la Marina de los Estados Unidos. El tercer militar era también estadounidense y juraría que era un oficial de la fuerza aérea de los Estados Unidos.
El viejo seguía revisando su correspondencia. De los sobres sacaba una especie de tarjetitas con algo parecido a anagramas en color y que le causaban no poco alborozo.
-          Fíjese –comentó- esta es de un radioaficionado brasileño con el que hablé el otro día.
-          Oiga, esta foto está tomada en Estados Unidos ¿no? –pregunté mientras seguía examinando la última foto de la colección.
El anciano levantó la cabeza distraídamente de sus cartas y tarjetas coloreadas y comentó despreocupadamente:
-          No. Está tomada en Palomares, en Almería. Fue cuando cayeron las bombas atómicas.
-          ¿Perdón? – pregunté incrédulo.
-          Si hombre. Habrá usted oído lo de las cinco bombas atómicas que cayeron de un avión americano en Almería ¿no?
-          Claro- respondí casi sin habla-  ¿Es que participó usted en su desactivación?
-          No hombre, no. Participé en calidad de observador enviado por el gobierno español. Yo entonces estaba trabajando en unas obras en la sierra de los Filabres y cuando se produjo el accidente me mandaron allí pero únicamente como observador. Como es lógico los americanos no nos dejaron hacer nada. Aunque me acabé haciendo amigo de todos ellos.
El  anciano me contó algunas cosas más sobre el accidente y sobre aquellos terribles días. Por desgracia no tomé notas y he olvidado la mayor parte de los detalles que me refirió. Tal vez era demasiado joven para darme cuenta de la importancia de lo que me estaban contando o tal vez estaba demasiado alucinado con aquella historia. Pero lo que no se me ha olvidado es que durante unos minutos toqué la historia, me sentí muy cerca de unos acontecimientos de los que había oído hablar por televisión o que había leído en los libros de historia. Así como tampoco olvidé la conclusión o, si se me permite,  la moraleja de esta historia. En este país todos tenemos mucho que decir, mucho que contar.  Esos ancianos que vemos en las plazas de los pueblos de Andalucía vivieron casi todos ellos los atroces años de la Guerra Civil, la posguerra y el lacerante silencio impuesto por la dictadura. Todos tienen mucho que decir, mucho que contar. Es deber nuestro escuchar esas historias y transmitirlas para conservarlas. Incluso aquellas que os parezcan triviales, carentes de importancia. Son nuestro pasado, la memoria viva de nuestros mayores.

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