Los Campos Pálidos.
(Semblanza de un internado)
Tenía 11 años, a punto de cumplir
12, cuando ingresé en el colegio una gélida tarde de enero de de 1974. El colegio San José se encontraba a
la misma entrada de la localidad de Campillos, extramuros del casco urbano y
tras un cerro que impedía que sus instalaciones fueran visibles desde la
carretera que llegaba de Antequera. Por aquel entonces ya se empezaba a llamar
a aquel lugar “el colegio viejo”. Destinado a albergar a los alumnos de los
cursos superiores se estaba construyendo en otro lugar menos escondido, otro
recinto que sería conocido por todos como “el colegio nuevo”
Fue, si no mal recuerdo, a partir
de 1975 cuando los chicos mayores, los de 1º, 2º, 3º de BUP y COU, fueron
enviados a aquel nuevo centro, al colegio nuevo. El cuerpo principal de aquel
recinto estaba compuesto por un imponente edificio de ladrillo visto con cierto
aire de cuartel o incluso de recinto carcelario rodeado de muros encalados de
blanco. El edificio se alzaba solitario, casi amenazador, sobre un cerro a una
distancia aproximada de un kilómetro del
casco urbano. Estaba aquel cerro rodeado por un mar de campos de cultivo de
tonos pálidos, verdes en primavera y que se tornaban ocres y amarillentos en
junio cuando llegaba la época de la cosecha y la del final del curso.
Allí entre aquellos muros de los
dos colegios y rodeados por aquellos campos pálidos transcurrió la adolescencia
y primera juventud de miles de chavales de toda España. De todos los puntos de
Andalucía. De Extremadura y de Castilla. Del Levante, de Murcia y de Madrid, de Navarra, de La Rioja, de
Aragón o el País Vasco, de Canarias y de Baleares, de Cataluña y de Ceuta o
Melilla,….o , como en la Endecha Española, ¡¡¡de válgame Dios!!!……….No éramos
ni mejores ni peores que otros chicos de nuestra edad. Tampoco éramos los niños
malos, problemáticos e incorregibles que algunos se empeñan en describir. Y
mucho menos los niños pijos que eran
enviados a un reformatorio de lujo como algunos progres de esos modernos de
ahora que tanto salen por televisión, afirman con vehemencia. No se me ocurre nada menos pijo,
con menos glamur, que nosotros con 15 años y llevando aquellos baberos de color
marrón o caqui, apestando a tabaco con los bolsillos llenos de “pavas”, aquellas
colillas de cigarros a medio fumar. Éramos chicos normales y corrientes con los
mismos problemas e inquietudes que otros chavales de nuestra edad pero que, por distintas razones, fuimos
enviados a estudiar a aquel lugar alejado de nuestros hogares y de nuestras
familias.
Allí jugamos, estudiamos, nos
formamos, nos hicimos amigos y enemigos (afortunadamente la enemistad ya
perdida en el océano de la memoria y el tiempo) y comenzamos a hacernos
hombres. Allí reímos y lloramos (miente quien haya estado en Campillos y diga
que nunca lloró o que nunca le lloró el alma). Allí nos peleamos y nos
abrazamos. Allí aprendimos el valor de la amistad y del compañerismo y allí se nos mostró por primera vez la dureza
de la vida………
Puede parecer una paradoja, pero el
Colegio San José, Campillos como es conocido familiarmente entre los que allí
estuvimos y era por aquel entonces
conocido en toda España, no era un lugar fácil aunque el recuerdo que para la
mayoría de nosotros ha quedado después de treinta años sea entrañable. Cuando
por primera vez entrabas en el colegio siendo un niño (como en mi caso) o un
chaval en los primeros meses de su
adolescencia, la imagen con la que te encontrabas no podía ser más desoladora.
Recuerdo mi primera tarde en el centro,
cuando tras despedirme de mis padres un jefe de estudios (don Federico Anglada)
me acompañó a clase. Era enero y ya había oscurecido. ¡Por Dios, qué frío
hacía!. Recorrimos patios enormes, fríos, desiertos, inacabables y desolados, flanqueados por hileras de aulas
de las que no salía ni el menor sonido. Recuerdo que pensé, “pero, ¿dónde están
los otros niños? Acostumbrado a un moderno colegio religioso, luminoso, con las
mejores instalaciones, (siempre animado
por la algarabía de cientos de niños gritones)
hasta llegar a la que iba a ser mi clase en los próximos meses todo se
me antojaba sigiloso, oscuro, siniestro y espartano, con aquellas también
hileras de letrinas abiertas a lo que parecían campos de deporte que se perdían
y desdibujaban en la oscuridad invernal
de aquella tarde de enero. Probablemente todo estaba dispuesto para que esa
primera impresión se te quedara grabada en el alma, para que te fueras
acostumbrando a lo que te esperaba y a
lo que se esperaba de ti en el colegio. Estudiar, estudiar y más estudiar.
Cualquier otra consideración relativa al ocio o al deporte era secundaria.
Durante los años en los que allí
estudiamos bajo una férrea disciplina, Campillos se convirtió para la mayoría
de nosotros en el lugar que racionalizaba, ordenaba y daba sentido a nuestras
vidas. Pero Campillos era también mucho más que un lugar, que una ubicación
geográfica, que un internado, que un lugar en España. Campillos éramos cientos
de chavales que vivíamos y convivíamos juntos. En el colegio viejo dormíamos en
enormes dormitorios con interminables filas de literas y taquillas. Si,
dormíamos juntos, nos levantábamos juntos, nos duchábamos juntos en aquellos
aseos cuarteleros y con el agua helada la mayor parte de las veces. Después de
una de aquellas duchas te tirabas seis horas sin poder encontrarte el pito. Comíamos
juntos aquellos platos repugnantes (al menos para nuestros paladares
infantiles). Recuerdo con especial asco los filetes de jamón york empanados,
las alcachofas de lata con mayonesa, la carne guisada con una especie de
macarrones que denominábamos “chochitos”, la tortilla de patatas, las lentejas
con bichitos las más de las veces, las judías con morcilla, el arroz de los
viernes más propio para ser utilizado como cemento que para ser comido, la sopa
fría de todas las noches, el huevo frito (frío y con la yema cuajada) con
embutido de los domingos por la noche, las croquetas también frías y duras que
se servían junto con un chorizo frito que a veces estaba hasta rico y con el
que nos solíamos hacer un bocadillo. Las
croquetas las envolvíamos en una servilleta para después tirarlas al patio, a
las letrinas o por encima de las tapias del colegio. Recuerdo también el
aburridísimo pan con chocolate terroso
para merendar todos los días. Había también cosas que no estaban mal, seamos
justos. El arroz a la cubana, las magras con tomate, los espaguetis con tomate
(recuerdo una noche en la que me comí siete platos), la ensaladilla rusa y
sobre todo los desayunos. Sobrasada, foie gras, mantequilla y mermelada, el
chocolate de los domingos y el café con leche de todos los días. Lo del
café era divertido. Corría por el
colegio la leyenda de que le agregaban bromuro para apagar nuestra fogosidad
sexual adolescente. A juzgar por los ruidos nocturnos de los muelles de las
literas y por las largas y continuas visitas a las letrinas de muchos de
nosotros, o bien era un bromuro de ínfima calidad o nos habíamos inmunizado
contra el dichoso producto.
Campillos fue, ha sido y es
(durante casi 5 décadas) la vida de
miles de chavales de siete de la mañana a diez de la noche. La vida a golpe de
órdenes por altavoz y de toques de sirena. (¿Recordáis aquello del segundo
toque de sirena?). Campillos eran aquellos madrugones de lunes a viernes con
aquel frio atroz que te helaba los huesos por las mañanas, y que durante los
fines de semana si te quedabas castigado, te helaba el alma. Campillos eran
aquellas interminables horas de estudio en completo silencio, aquellas colillas
que nos fumábamos a hurtadillas al fondo de los campos de deporte en colegio
viejo y que compartíamos con los compañeros entre clases en el colegio nuevo
(¿serás cabrón? ¡Vaya calentón que le has pegado!) . Campillos era darte de
tortas por cualquier gilipollez con un amigo junto a la tapia del colegio y que
dos horas después viniera con el brazo extendido ofreciéndote su mano con pena en los ojos y una sonrisilla en la boca. Campillos
era un extraño universo de olores que te pusieras donde te pusieras siempre te
acababan alcanzando. El olor acre de las letrinas, de la acequia inmunda que
corría paralela a la carretera de acceso al colegio, la peste de las granjas de
pavos próximas al centro y de las balsas de purines de las granjas de cerdos.
El olor seco de la fábrica de piensos y de los desinfectantes que utilizaban
las limpiadoras. La peste a tigre de los dormitorios (¡tantos cafres durmiendo
juntos!). El olor a fritanga que salía por los extractores de las cocinas y el
olor dulzón de los pitillos rubios que nos fumábamos los domingos por la tarde
cuando regresábamos de casa con algunas perras en el bolsillo. El olor de la
libertad cuando subíamos los viernes por la tarde a los autobuses para pasar el
fin de semana en casa.
Campillos era también recuperar
en estudio Sábado y Domingo, o que te pegasen dos tortazos por haber hecho
alguna gansada propia de la adolescencia. Eran los gritos de don José Macías y
las carreras despavoridas por los patios cuando sabíamos que venía repartiendo leña y castigos con su
vespino. Campillos era ver con inmensa nostalgia más allá de los muros del
colegio la alta arboleda que flanqueaba la carretera o la sierra del Chorro en
el horizonte mientras pensabas en tu casa, en tu familia, en amigos lejanos, en
las vacaciones del último verano o en una chica con la que tonteabas. Campillos
era la alegría inmensa del fin de semana previo a las vacaciones de navidad
durante el cual no había salida y nos quedábamos todos en el colegio cantando
la gilipollez aquella de “los pastores por el cerro de Belén” e incluso en
alguna ocasión cogiendo una borrachera colectiva. Era aquel cine de pueblo con
las peores películas de la historia y con los mejores paquetes de pipas que me
he comida en mi vida, con mis amigos, los de allí, los de siempre y para
siempre. Campillos eran los cafés en el bar Reyes, los bocadillos de jamón del Lamparilla, las copas Voy Voy (¿o era Boy Boy?), las comidas en el
bar Rosales o en la Fonda San Francisco, las tapitas del Benito Ganga junto al
cine camino del colegio. Campillos era el enorme mostrador de madera del viejo
estanco de la calle Puerta de Teba que olía a humedad, a tabaco viejo y a higos
secos, con aquellas hermanas ancianas y enlutadas, tan de pueblo y tan amables
ellas, que andaban siempre trasteando en sus vitrinas de madera y cristal
desvencijadas conteniendo ordenadas todas aquellas cajetillas de Celtas,
Ideales, Bisonte, Tres Carabelas, Fortuna, Chester, Bisonte, Bonanaza,
Ducados………... Campillos era también el Quiosco Bernabeu con sus helados y sus chuches que nos
alegraron más de un fin de semana sombrío. Campillos era aquella inmensa marea
humana compuesta por cientos de chavales, que iba del colegio al pueblo, de los
dormitorios a las clases, del comedor a los estudios y que invadía el patio bajo los dormitorios
para fumar después de la cena mientras comentábamos los acontecimientos del
día. Campillos éramos mis amigos y yo con aquellos motes horrorosos que nos
poníamos. La foca, el cara huevo, el porrino, el cabezón, el tío Aquiles, el
perote, la zorrita, el nenuco, el cotorro, el moña, el oso, el abuelo, el
enano, el cojo, el yaco, el tonto, la vaca, el mosquito, el orejón, el
pitirolo, el yogui, el angelote, el chino y otros tantos que ahora no
recuerdo…………..¡vaya tropa!. Campillos era jugar al pincho con los cuchillos que
mangábamos del comedor en el colegio viejo. Era jugar a la piola, al tute
subastado, a hacer puntos encestando la pelota en las canchas de baloncesto, a
los barquitos en los estudios. Era atar hilitos a las moscas también en los
estudios, a embadurnarnos las manos con cola blanca y cuando se secaba hacer
bolitas blancas y pringosas. Era leer las novelas de Marcial Lafuente
Estefanía, o las de Sven Hassel (de las que yo tenía toda la colección y
siempre prestaba a mis compañeros) o en mirar con los ojos desmesuradamente
abiertos y casi babeando alguna página arrancada de las primeras revistas porno
que llegaron a España.
Aunque nos pueda parecer mentira,
en ocasiones Campillos era el lugar al que iban a parar chicos a los que no
querían en su casa o incluso el lugar que protegía a otros chicos de
situaciones dramáticas que se producían cotidianamente en sus familias. En
Campillos había chicos que por su escasa edad, por su timidez o por su
debilidad eran objeto de las burlas y abusos de algunos de sus compañeros. No
debemos olvidar que Campillos fue una pesadilla para algunos chavales que nunca
se adaptaron, nunca quisieron, supieron o pudieron adaptarse a aquel colegio, a
aquella dureza, a aquella disciplina y ello les ocasionó incontables
sufrimientos y más de un trauma. No todos teníamos la misma fortaleza. Como es
lógico la mayoría de ellos no quieren saber ahora nada del colegio. Ellos
también son nuestros compañeros y merecen nuestro recuerdo cariñoso y nuestro
abrazo. En ocasiones no puedo dejar de recordar a alguno de ellos con cierta
tristeza, con cierta sensación de remordimiento. Y por supuesto, Campillos era
también aquella tristeza, aquella sensación de vacío que te desgarraba cuando
al final del curso te enterabas de que aquel colega, aquel amigo del alma con quien tanto habías
pasado a lo largo de uno o varios cursos no iba a volver más al colegio y que
por tanto, probablemente, no lo ibas a volver a ver en tu vida. Es, tal vez, el más triste recuerdo que guardo
de aquellos años ya lejanos de mi adolescencia.
Y cómo no, Campillos era también
el personal del colegio y su cuadro de profesores e inspectores. Aquellos profesionales,
serios, adustos en su mayoría, algunos casi góticos, otros estrafalarios (y con
ciertos tintes cómicos incluso) fueron los responsables de nuestra formación
académica y de buena parte de nuestra
formación humana. En gran parte, ellos,
merced a su profesionalidad, forjaron la leyenda de Campillos como colegio de
élite, como lugar de excelencia académica. No hace muchos días, chateando con
Nacho Crespo con quien aparte de estudiar en Campillos estudié también la carrera, me hizo un comentario que
me impresionó. Nacho, que ahora manda un barco de Salvamento Marítimo, me dijo
(con su gracejo gaditano que se nota incluso cuando escribe en un ordenador):
-
Estoy orgulloso de haber estudiado en Campillos.
Gracias a ese colegio ahora estoy donde estoy y no hecho un bacalao.
Las palabras de Nacho no pudieron
ser más expresivas y creo que aplicables a todos nosotros. Mi recuerdo
emocionado a todas aquellas personas. Mi gratitud hacia ellos, por su
profesionalidad y paciencia, por todo lo que por mí, creo que por todos
nosotros, se hizo. Porque Campillos eran ellos también. Era don José Macías, el
director y fundador del centro. El miedo que me producía en mis primeros años
en el colegio se fue convirtiendo poco a poco en una profunda admiración hacia
su persona. Por razones en las que ahora no voy a entrar, don José es una de
las personas a las que más he admirado en mi vida. Campillos eran los jefes de
estudio. Don José Navarro, don José Clavijo, don José Torres, don Federico
Anglada, don José Nevado (q.e.p.d), don Manuel de Guzmán, don Antonio Dávila,
don Julio Manuel Díez (q.e.p.d), don Manuel Jiménez Calisalvo, don Jacobo
Castro (q.e.p.d), don José Agüera (q.e.p.d), don Alejandro Delgado, (El Pancho,
entrañable personaje para mí. El profe de matemáticas que me enseño a leer a
Joseph Conrad.) . Campillos eran los
profesores que durante aquellos años tuvimos. Rafael Artacho, Francisco
Carbonero, José Carrégalo, Francisco Ceballos, Pierre Ballantines, Santos Alba
(que estaba como una puta cabra), José Antonio Alba, Uno de cuyo apellido no me
acuerdo al que llamábamos el exorcista, excelente profesor de historia en 1º de
BUP, el Freire, (que siempre me tocaba
los cojones preguntando si Manolo García Chacón y yo éramos familia), Juan
Guerrero “el Mejicano” (¡tiene usted los cojones como un burro, pollo!), don Francisco Barragán (q.e.p.d), otro curita
al que llamábamos Capone, al Barrutel (el pequeño), Jesús Porras (inculcó en mí para el resto de
mi vida la costumbre de escribir con pluma estilográfica), Pedro Laguna, la
Juanita, el Paco Tacones, Fernando Sánchez Aillón (el patineta), Pedro Gómez,
Ricardo Medina (gran tipo el Ricardito, que le metió el guantazo del siglo a mi
amigo Román Mapelli), don Angel, (q.e.p.d) aquel médico tan anciano cuyo
apellido no recuerdo. José Ramón, (q.e.p.d) el profesor de gimnasia de
Antequera que se mató en un accidente de tráfico siendo un chaval. E Isidro (q.e.p.d).
El otro profesor de educación física. Pelirrojo y simpático como él solo. Me
contó su viuda que antes de subir a la mesa del quirófano en la que falleció se
dedicó a hacer unas flexiones para tonificarse. Y los inspectores. Aquellos
cuidadores que nos vigilaban en los dormitorios, en los estudios, en los
patios. Recuerdo a la mayor parte de ellos por sus motes: Porky, Gigi el Amoroso,
el Sastre (Idelfonso (q.e.p.d) ¡qué buena persona!. Y mira que le hacíamos
putadas al pobre), el Pichaverde (qué tío tan antipático), el Mihura y el
Mihurilla, los Gitanos (el viejo y el joven), el Superpollo (excelente persona
Bernardo a quien veo de vez en cuando), el Profidén, el Lagarto, el Seis
Pesetas, el Gorila, el Juan Trigo, el Padilla, el Bola (¿os acordáis? Bola, bola,
bola, bola!!!!) el Pajarito, el
Patachula, los búhos, aquellos celadores que se quedaban de noche en centro, y tantos otros que por allí pasaron y que fueron
muchas veces víctimas de nuestra crueldad de niños y adolescentes. Mi recuerdo
cariñoso para algunos de ellos que emprendieron ya el gran viaje.
Campillos era también el personal
administrativo (el Gómez, el camello, el Katana, los cocineros ) y el de
mantenimiento (Frasquito, el señor Paco cuando lo llamaban por los altavoces, el bueno de Leonardo
(q.e.p.d)) Y cómo no, las marmotas (joder, qué burros éramos) aquellas chicas
del pueblo que limpiaban, que nos servían la comida, que de vez en cuando nos
lanzaban alguna sonrisilla furtiva (no eran mucho mayores que nosotros) y cuya
presencia, cuya visión en aquel
ambiente opresivamente masculino nos alegraba el pajarito y nos hacía emitir
más de un suspiro.
Aquel lugar, aquel ambiente,
aquella disciplina, y aquellos educadores nos hicieron duros, muy duros.
Probablemente era esa la principal diferencia con otros chicos de nuestra edad
la madurez que a una edad tan temprana alcanzamos. Casi todos nosotros, los que
juntos allí estuvimos, cruzamos la línea de sombra (esa línea que según Conrad
cruzamos todos los hombres y que separa la primera juventud, de la edad adulta)
siendo muy jóvenes. Cuando me preguntan acerca de las enseñanzas de Campillos
siempre contesto (ya os lo he contado en otras ocasiones): En Campillos, lo más importante que aprendía
es a no ser un baboso (que es lo peor que puede ser un hombre), y a saber vivir
y sobrevivir con dignidad y orgullo. Y sin ningún género de dudas, la otra
enseñanza que adquirimos fue la de valorar la amistad y el compañerismo. Campillos
creó entre nosotros unos vínculos tan fuertes que hoy en día, 30 años después,
se mantienen intactos. Es difícil que personas que no estuvieron en un
internado como aquél puedan entender la fortaleza, la consistencia de aquellos
vínculos. Puedo decir con orgullo que tengo
legiones de amigos, pero nunca la amistad se ha manifestado en mi vida con
tanta generosidad como en aquellos años. Algunos de los momentos más hermosos
de mi vida se produjeron allí con mis amigos. Y algunos de los más tristes
también.
La vida nos separó de forma forzosa. Y hoy,
casi de forma forzosa también, volvernos a encontrarnos. Y recuperamos, con
infinita alegría, nuestros recuerdos,
una importante parte de nuestras vidas. Este verano me he vuelto a encontrar
con algunos de vosotros, ya os lo conté en el anterior capítulo. Y parte de esa vida olvidada, de esos recuerdos
perdidos volvieron con nosotros. Son nuestros recuerdos, benditos sean. Quiera
Dios que no los volvamos a perder y que nos acompañen siempre formando parte de
ese equipaje de nuestras vidas y que nos ayuden
a ser mejores personas, mejores hombres.
Mientras escribo estas líneas
pienso que, aunque todavía no he hablado con todos vosotros, sé que todos estáis invadidos por la misma
alegría, por los mismos anhelos. Si Dios
quiere en muy poco tiempo nos volveremos a encontrar y juntos volveremos a Campillos,
a aquel lugar perdido del cual formamos parte, atravesando de nuevo aquellos
campos pálidos tras los que quedó oculta nuestra adolescencia.
Nota: Cuando escribí este texto pensé que sería bonito hacer una especie de video, una locución acompañada de imágenes. Si os apetece verla:
http://www.youtube.com/watch?v=j07hg8L3xF4&noredirect=1
Fui alumno -de los primeros- y después profesor durante un año (1961-62). Como campillero me ha emocionado la descripción que haces de Campillos, me ha parecido insuperable. La voy a guardar y espero releerla muchas veces...Conozco a la mayoría de los que citas, algunos de ellos ya fallecidos.
ResponderEliminarLa única crítica es de carácter accesorio: Deberías cambiar el formato del blog. El fondo negro entristece aún más su tono nostálgico...
Un saludo cordial
Mi recuerdo de Pepe Macías, no es de admiración ni desprecio, ni mucho menos odio. Reconozco su laboriosidad, pero entiendo que para él éramos un negocio, visto desde el punto de vista de hoy día. Por otra parte, mi afecto y reconocimiento a la mayoría de profesores, que eran de muy alta calidad profesional y humana, aunque hubo algunos mediocres, y algúnos malos. De casi todos los inspectores tengo un recuerdo muy grato, especialmente del Sastre, del Mihura y de Padilla. Desde el punto de vista de habitabilidad del Colegio, considerándolo desde los valores actuales, lamento que las condiciones de alojamiento y comida fueran desastrosas, y pienso que mi padre pagó una pasta excesiva para la "confortabilidad" que sufríamos. Seguramente, éste fue el motivo por el que salí a vivir al pueblo, el 2º año como mediopensionista, y el tercero totalmente externo. Campillos me sirvió para terminar mi Bachillerato, pero a un precio muy caro. También había muchos indeseables entre los compañeros, aunque nos podíamos permitir el lujo de seleccionar nuestros compañeros.
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